James A. Robinson analiza las raíces del conflicto colombiano y la persistencia de un sistema de gobierno disfuncional.
El artículo titulado «Colombia: ¿Otros cien años de soledad?» escrito por el académico James A. Robinson, ofrece un agudo análisis de los problemas estructurales que han moldeado el pasado y presente de Colombia. A pesar de los avances logrados en la última década, Robinson sugiere que la esencia del sistema de gobierno que ha originado la violencia en el país sigue intacta, dejando a Colombia atrapada en un ciclo de conflicto que parece no tener fin.
Robinson comienza recordando el terrible panorama que enfrentaba Colombia hace dos décadas. El país tenía la tasa de homicidios más alta del mundo, la guerrilla estaba a punto de tomarse Bogotá, y el secuestro y narcotráfico eran males cotidianos. En ese contexto, el presidente Álvaro Uribe fue elegido en 2002 bajo la bandera de la «seguridad democrática», un concepto que cambió drásticamente el rumbo del país. Uribe impulsó un fuerte aumento del pie de fuerza y lanzó ofensivas militares que lograron debilitar a las FARC y a otros grupos armados, lo que redujo drásticamente las tasas de homicidios y secuestros.
Sin embargo, para Robinson, la victoria militar no solucionó los problemas subyacentes. A pesar de las aparentes mejoras en la seguridad y la economía, con el crecimiento de la inversión extranjera directa y la disminución de la deuda pública, Robinson advierte que el origen del caos en Colombia no está en el narcotráfico ni en los grupos guerrilleros, sino en el sistema de gobierno indirecto. Este modelo, típico de los imperios coloniales, delega el poder en las élites locales, lo que permite la proliferación de mafias, guerrillas y narcotraficantes en las regiones más apartadas del país. Como lo expresa el autor, «fundamentalmente, todos los problemas que Colombia tiene se derivan de la forma como ha sido gobernada».
El autor también subraya cómo este modelo perpetúa la corrupción y el clientelismo. Políticos como Fabio Valencia Cossio hicieron acuerdos con paramilitares para garantizar votos en zonas rurales, mientras que en las ciudades los partidos tradicionales han sabido manejar el poder de manera que evitan la entrada de nuevas fuerzas políticas. El resultado es un sistema en el que las élites no se ven amenazadas por las masas, y los problemas sociales son ignorados mientras los políticos locales negocian su apoyo en el Congreso a cambio de beneficios.
Otro de los puntos que destaca Robinson es el papel que juegan las élites locales en mantener el caos en las regiones periféricas. Aunque podría parecer que estas élites tendrían un mayor interés en la estabilidad para fomentar el desarrollo económico, lo cierto es que, en muchos casos, fomentan el conflicto. Un ejemplo claro de esto es el caso de Álvaro Alfonso García Romero, quien fue condenado a 60 años de prisión por sus nexos con los paramilitares y su implicación en la masacre de Macayepo. Robinson sostiene que la violencia en estas áreas garantiza que no haya cooperación con el Estado central, lo que permite a las élites locales seguir manteniendo su control sin interferencias.
El artículo también aborda la idea de que las guerrillas y el narcotráfico son simplemente síntomas de un problema más profundo. La insurgencia de las FARC y el ELN, así como el auge de los grupos paramilitares, son el resultado de la falta de un Estado fuerte en las zonas rurales. Aunque las FARC están en proceso de desmovilización, Robinson advierte que, al igual que ocurrió con los paramilitares en 2006, es probable que la salida de las FARC conduzca a la aparición de nuevos grupos armados como Los Urabeños o Los Rastrojos.
En su conclusión, Robinson se pregunta si Colombia realmente ha dado vuelta a la página o si simplemente está condenada a repetir los mismos errores. El Plan Nacional de Consolidación fue un pequeño paso hacia la construcción de un Estado fuerte, pero su impacto ha sido limitado por la falta de interés de las élites en financiar el desarrollo rural. Además, la Ley de Víctimas y el programa de restitución de tierras han encontrado resistencia en las mismas áreas donde las élites tienen un control férreo sobre los recursos.
A lo largo del artículo, Robinson plantea interrogantes cruciales: ¿Colombia podrá realmente romper con este sistema de gobierno que ha perpetuado la violencia y la desigualdad durante más de un siglo? ¿Qué papel jugarán las élites en este proceso? Y, más importante aún, ¿cómo podrá el país evitar que la paz con las FARC se convierta en una simple tregua que permita la reconfiguración de nuevos grupos armados?
La respuesta a estas preguntas es incierta. Lo que sí está claro es que la historia de Colombia aún está lejos de terminar, y que el país necesitará mucho más que un acuerdo de paz para lograr una transformación real.
Aquí el artículo completo traducido al español: