Escribe; Walter Pimienta
Un relato entre lo banal, la ficción y la realidad
LOS DOS JUAN MINA
Cazadores, pescadores y otros, tienen algo de mentirosos
Digamos que un sitio llamado en su tiempo Juan Mina, fue en una primera casa de tablas con techo de cinc donde vía, con su mujer y sus hijos e hijas, un hombre así llamado: Juan y de apellido Mina. Digamos, además, que Juan Mina, el lugar, que al parecer puede ser el mismos que muchos conocen ahora, era una extensa pradera con un denso bosque de ceibas rojas donde los conejos y venados abundaban y gozaban de ser libres y quizás sin sentimientos de culpabilidad se suicidaban si se aburrían.
Digamos igualmente que Juan Mina, el tipo, era cazador por “la tierna virtud” de su escopeta, una “Fox calibre 12”. Y que este señor, como típico hombre Caribe, una vez, hacia 1963, a todo color, con su portentosa herramienta entre manos, salió en la portada de la “Revista Barranquilla Gráfica.
Juan Mina, la figura de esta historia, en lo que después sería Juan Mina el paraje, aprovechando la apertura en trocha de lo que luego sería una carretera, puso en su casa una venta de comida de monte (venado, conejo, ñeque y guartinaja) donde la gente de Barranquilla, distante apenas unos cinco kilómetros, los domingos, sin acallar elogios a la sazón de conejos y venados guisados y asados, en demanda apetitosa, creó los primero problemas de circulación en la zona con los cincuenta automóviles familiares nunca faltantes en el lugar en medio de la intranquila insolencia del humo de la leña de trupillo que salía de la cocina, percibiéndose en las pupilas de los presentes el enrojecimiento y el lloro de la molestia, pero con el consuelo gastronómico del yo no me voy porque si así es el olor del guiso, cómo estará de sabrosa la carne .
A donde Juan Mina, en sus autos, llegaban los millonarios de Barranquilla a media noche acompañados de complacientes damiselas, habiendo dicho ellos antes a sus esposas que iban de cacería. Y, efecto, estos tenían escopetas y municiones en carrileras cruzadas al pecho; pero, a la hora de la hora, no pegaban un carajo….Y digamos que, además, haciéndose pasar por cazadores que nada cazaban porque se dirigían allá por otra cosa, le compraban a Juan una o dos piezas ya cazadas y luego con estas se presentaban en los periódicos locales para que les tomaran una foto y, exhibiendo la “falsa proeza”, salían en las páginas de los diarios posando de safaris con la tristeza del venado muerto sosteniéndole por la cabeza; siendo que en verdad de verdad, al lugar en referencia, iban de escape con una amante fortuita permitiéndoles el señor Mina una pieza para los menesteres de lo que sabemos, y así mismo venderles ron y whisky previsible…Y llegados de regreso al hogar dulce hogar, con esto a la mujer se le venían: “Mija, ve, coge… te maté un venao”. Y era este el “paracaídas” del momento en el enigma así complementado: “Fue un solo tiro mija…Te cumplí el encargo”… Y hágale, porque ese día, en muchas casas del barrio el Prado, había guiso de venado irremediable.
Juan Mina, la personalidad de este relato, conoció así, una por una, a las amantes, a las enamoradas, “a las amigas”, a las queridas y mancebas de los señores de la gran sociedad y resolvió a estos sus nocturnas salidas de “cacería”, mientras las cornamentas sociales de la ciudad se “ramificaban” en el negocio de: “hazme la segunda Juan”…Y Juan siempre tuvo con sus “clientes” la buena voluntad económica de venderles conejos y venados con un: “ Para servirle doctor”.
Digamos que, vistas así las cosas, el quehacer de Juan prosperaba y fueron los cuartos de su casa los dormitorios de la intimidad de aquellos amores clandestinos para los pesares del corazón, protegiendo amoríos callados en la desolación de conejos y venados que, comprados después de cazados, eran la confianza de esposas casadas con “esposos cazadores de fina y efectiva puntería”.
Pero como entre cielo y tierra, carajo, no hay nunca nada oculto y todo al cabo de un tiempo, se supo…¿Y qué se supo? Se supo que el nombre del hombre, el del cazador, se hizo noticioso en el pretexto de cazadores de la alta que no lo eran, pues con carácter similar fueron creciendo más casas de lo perverso adoptando el olor de la cocina de Juan en compartida de arrejuntes y amancebamientos nocturnos ”con cazadores” ignorantes de saber cargar y recargar la escopeta y susceptibles de perderse en el monte en el “jardeo” de venados que, poco a poco, diezmados, iban perdiendo la vocación de sus berridos debido a estas aventuras de leyenda concibiendo la sociedad de entonces estos escapes de cacería como deporte, mientras en los salones de té de los clubes sociales, el circunspecto esposo pedía a la esposa permiso para, en la noche, ir a Juan Mina, el caserío, a ver “qué tiraba” en la esperanza de mínimo un conejo y terminaba la aceptación del consentimiento con un: “ no veo mijo por qué no puedas hacerlo. Me gustaría comer venao mañana – decía ella y puntualizaba- pero no te demores tanto”.
…Pero no le demos más vuelta al asunto y digamos lo que toca decir, y lo que toca que decir es que, producto de todas aquellas noches de montería por los lados de Juan Mina, el caserío, todavía hoy en la casa del doctor José Laforie McCausland y Osío Lavalle, hombre arisco del corazón, en una de las paredes del lujoso comedor, con inexorable expresión de tristeza así retenida desde el día en que Juan el de Juan Mina, el cazador, le diera muerte, desde 1963 hasta la presente, hay exhibida la disecada cabeza de un venado de gran cornamenta porque el doctor José, decía doña Isabela, su orgullosa esposa, donde ponía el ojo, ponía el tiro…