El problema de fondo es que las nuevas generaciones prefieren a los animales por la inseguridad que les representa otro humano.
por: Alejandro Riveros González
Hace poco se hizo viral un café europeo cuyo anuncio en la entrada generó discusión en redes sociales y medios tradicionales. Escrito con tiza en un tablero de marco de madera decía en gran tamaño su mayor regla de admisión: ‘Dog friendly, child free’, protocolo que resume una nueva dinámica social con carga sicológica que privilegia a los animales por encima de los niños, y de la cual estaría orgulloso el escritor colombiano Fernando Vallejo cuyo protocolo de vida es parecido: “Los humanos que se jodan, a mí los que me duelen son los animales”.
Japan Airlines también llamó la atención cuando ofreció a sus pasajeros un mapa del avión donde señalaban donde irían niños, y así evitar escoger sillas cercanas, algo que no ocurre en los actuales vuelos donde se puede viajar con un perro, así el de al lado sufra de alergia o miedo a estos animales.
En Colombia, la Corte Constitucional recientemente falló a favor de un estudiante que quiso entrar a su perro al salón de clase, elevando la discusión sobre el equilibrio que debe haber entre la necesidad de tener un perro de apoyo emocional con los derechos de otros miembros de la comunidad educativa, como plantearon intervinientes en el proceso como la Universidad de los Andes, la Clínica Nuestra Señora de la Paz y la Universidad de Caldas, entre otros.
¿Por qué la jurisprudencia está hablando cada vez más de “nuevas formas de interacción social multiespecie”? ¿Por qué la sociedad está empezando a preferir a las mascotas que a los niños?
Esta tendencia no se trata solamente de cambios en la cultura o en los estilos de vida, responde también a transformaciones en los valores de la sociedad y en las prioridades de las familias. Según el Banco Mundial, la tasa de natalidad global ha disminuido considerablemente. En 1963, el promedio de nacimientos por mujer era de 5,3, mientras que en 2021 esa cifra había caído a 2,4.
Mientras que los valores se están extendiendo más allá de la humanidad hacia los animales, estamos perdiendo empatía, tolerancia y compasión con nuestra propia especie.
Por otro lado, el número de hogares con mascotas viene en aumento. En Estados Unidos, por ejemplo, la American Pet Products Association reportó que el año pasado el 66 por ciento de los hogares tenían al menos una mascota, mientras que en 1988 era del 56 por ciento.
Hay, sin duda, un cambio en las aspiraciones y prioridades de las personas que generan variaciones comportamentales que alteran la visión de familia y de sociedad. Lo cual no es bueno ni malo en principio; solo, diferente. Lo trascendental es que mientras que los valores se están extendiendo más allá de la humanidad hacia los animales, estamos perdiendo empatía, tolerancia y compasión con nuestra propia especie.
El problema de fondo es que las nuevas generaciones prefieren a los animales por la inseguridad que les representa otro humano, la impaciencia e intolerancia que les provocan quienes piensan diferente y el miedo a perder autonomía e independencia que ocasiona un hijo. La desconfianza mutua entre nosotros.
La gran discusión es si, como algunos quieren, debemos considerar a los animales (no humanos) personas en el derecho (ya tenemos, no olvidemos, una sentencia que le da derechos a un río), o si basta con mantener a la humanidad en el centro del mundo luchando por su progreso con la adecuada ética animal.
La evolución la determinaron nuestras relaciones sociales y la forma como interactuábamos con la naturaleza. Estas mismas definirán el equilibrio moral, ambiental y cultural en las próximas décadas, permitiéndonos saber si los humanos “nos jodemos o no” por la forma como estamos interactuando con otras especies