Por: Lucho Paternina Amaya
Se dice que algunos animales como el elefante, las gallinas y los perros intuyen (presagian, presienten) la aparición de fenómenos naturales (terremotos, sunamis, etc.), que la ciencia no ha podido advertirlos antes de su ocurrencia para evitar sus desastrosas consecuencias en pérdidas humanas y destrucciones materiales, que también ayudaría a evitar los torcidos rumbos de los recursos de la Ungrd.
Los elefantes corren hacia tierras altas, las gallinas se refugian en sus nidos y los perros ladran sin un aparente motivo. Mi amor por los animales no toca los extremos hasta priorizar su atención con que sus protectores humanos lo hacen, llamados también impropiamente animalistas, seguramente porque si existen humanistas, ¿por qué no los animalistas?, pero sí guardo un respeto por todo lo que tenga vida, se mueva y se relacione sustancialmente con la humanidad en razón directa con su perpetuidad.
Porque la fauna y la flora, los accidentes geográficos con sus riquezas y bellos paisajes, igual que el hombre (y la mujer para que no me vaya a caer encima el discreto Ministerio de la Igualdad), como categorías importantes que definen la naturaleza, echo mano de la observación sobre todo lo que tenga que ver con ella, para que las circunstancias que me rodean sean objeto de una permanente reflexión a fin de entenderlas, explicarlas y aceptarlas o censurarlas, según se me presenten. Los animales, por ejemplo, hacen parte de ese examen, llegando a la conclusión de que allá en su característica intuitiva para actuar, también parecen «reflexionar» sobre asuntos que son del resorte humano, dándonos a los racionales, lecciones de organización, trabajo, orden y respeto.
Mientras asisto a una feria agropecuaria en la ciudad de Sincelejo, se me acerca un expositor de aves y gallináceas para hablarme de unos gallos asiáticos (Shanghai) de raza brahma, de exuberante plumaje y de una elegancia inglesa que serían una atracción en cualquier finca o patio casero. Por su precio lejos de mi presupuesto, opto por no comprarlo, pero el expositor me obsequia un huevo que podría empollarlo en una incubadora. Un pariente, José Chadid, que no es el cura por estos días de moda, observa la escena y se apersona del caso comprometiéndose a someter el huevo a la incubadora ayudado con algo de inteligencia artificial, hasta obtener un pollo que en pocos meses se convirtió en un gallo imposible de ignorar por su melódico canto y colorido de sus plumas que brillan por la brisa que las mueve mostrando diversas tonalidades hasta hipnotizar a sus admiradores.
Seguramente, por haber recibido alguna inyección de esa tal inteligencia artificial que, de artificio ya no tiene nada por ser más real que el mismo gallo de este cuento, el plumífero animal ha desarrollado la capacidad para detectar al hombre enamorado y al corrupto. A los dos ataca con agresividad. Al enamorado porque presume le va a quitar sus gallinas, y al corrupto por alguna razón que para mí sigue siendo un misterio. Pareciera enseñarme que ni los animales, representados por este extraño gallo, aceptan la corrupción como una conducta que el ser humano ha pretendido adoptar como normal y que se ha ido tomando las administraciones públicas y privadas a costa de los intereses de las comunidades.
En una cabaña que recibe las brisas terapéuticas del mar Caribe, gobierna aquel espacio el enamorado y moralista gallo que celoso y de una ética extraña, pero insólita para su instinto, no deja de estar siempre vigilante porque nadie pretenda arrebatarle a sus gallinas, ni nadie se apropie de los dineros públicos. Quedan pues notificados, si es enamorado o ha cometido alguna indelicadeza con lo que no es suyo y no quiera ser descubierto, entonces no vaya a la cabaña porque lo identifica el gallo, atacándolo con la estrategia y sutileza con que los inteligentes artificiales actúan aprovechándose de la belleza que exhiben sin mostrar las espuelas, sino cuando lo exija la ocasión.