Por: Gregorio Torregroza
Así, de esa manera etérea, registraban los medios de comunicación capitalinos la noticia acerca de tres individuos, respecto a los cuales, se quejaba el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar por haber sido dejados en libertad, luego de la violación de una menor de edad. Tal forma de referirse a un hecho noticioso de contenido delincuencial de gran connotación social, al parecer, es el último grito de la moda en materia periodística al momento de titular cuando los autores son de origen venezolano, lo que en el fondo deja en evidencia una de las más importantes diferencias culturales entre costeños y cachacos.
Si algo nos caracteriza a los costeños, como genuinos individuos de la especie humana, sin distingo del lugar específico de donde seamos oriundos dentro de los confines de esta comarca, es el alto, como irreverente, sentido de la sinceridad, que, mezclado con la tonalidad grave de nuestro lenguaje casto, sin impostado seseo y con la espontaneidad y el desparpajo que como atávica marca nos identifica, nos ha valido, muchas veces, la calificación de altaneros, al no entender o aceptar, quienes así nos juzgan, la esencia de nuestra cultura Caribe de ascendencia andaluz.
Todo ello, en contraste con la actitud de algunos otros, muy queridos, compatriotas de allende los mares que, con paramuna vestimenta y algo de voz aflautada (lo cual encaja a la perfección con modales de etiqueta), nos dan siempre muestras de un excelente manejo de los cánones de la decencia cuando de hablar se trata, con natural capacidad para disfrazar las manifestaciones de cualquier tipo de emociones, perversas o santas, con eufemismos perfectos que enmascaran la verdadera intención de su mensaje o juicio.
Pero, antes de entrar en materia, es preciso traer a colación la definición que nos enseña la Real Academia Española de la Lengua respecto del término eufemismo: “Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura y malsonante”. Como diría el costeño altanero, ser hipócrita o poco sincero al momento de referirse a situaciones, personas o cosas.
Desde antaño, esa es la práctica recurrente en su lenguaje, no solo de los actores de a pie o de las encumbradas castas sociales oriundas de los Andes, sino que, igualmente, en los medios capitalinos de comunicaciones ese estilo hace metástasis entre quienes aún siguen sin advertir que, tratándose de noticias delictivas que involucran a ciudadanos de origen venezolano, flaco es el favor que se le aporta a la solución cuando, con el eufemismo de siempre, se limitan a expresar: “ciudadanos de nacionalidad extrajera”, cuando en la práctica todos entienden que fueron venezolanos.
Si alguna expresión sintetiza lo que es un eufemismo en su estado natural es esa: “de nacionalidad extranjera”, por no decir venezolanos, o el de “presunto autor” cuando todas las evidencias indican quién es el responsable. La crítica en cuestión se funda en dos aristas: la primera, en el rigor periodístico, el cual obliga al comunicador a enunciar los hechos con objetividad; y si la violación de una niña menor de edad la cometieron tres venezolanos, como sucedió esta semana, dudo que el resto de sus compatriotas se sientan ofendidos o estigmatizados por la referencia a su país con nombre propio.
La segunda arista viene referida a que ya es hora de hacer cesar ese complejo de culpa anticipada o paranoia por exculparse de lo que todavía, como autor, no te han señalado. Esto sucede cuando en una especie de acuerdo nacional tácito, ningún medio de comunicación se refiere de manera directa al gentilicio del autor del delito si este es un venezolano. Ello, desde cuando un sociólogo o antropólogo despistado puso de moda el esnobismo conceptual de que referirse al infractor de la ley por su gentilicio, cuando este es un venezolano, es un acto de típica xenofobia o chovinismo desmesurado, que estigmatiza a los hermanos venezolanos. Entonces, enseguida, por arte de birlibirloque, la jauría de comunicadores cachacos copió el esperpento de tesis, quedando vacunados a perpetuidad frente a cualquier aparente síntoma de xenofobia de la cepa venezolana, aunque todos sospechamos, con pocas probabilidades de equivocarnos, que en sus coloquios privados, y una vez liberados de los efectos del eufemismo mediático, ese de “nacionalidad extranjera”, no hacen otra cosa que rajar de los venezolanos.
Ahora, algunos se preguntarán, ¿qué importancia tiene que se enuncie u omita el gentilicio del infractor, cuando este es venezolano? A ellos les respondo que más allá del ejercicio de transparencia informativa arriba comentado, debemos agregar que ello constituye, también, un ejercicio de igualdad, pues, por el contrario, cuando el infractor es gringo, canadiense o de cualquier otra nacionalidad distinta a la venezolana, como está pasando por estos días con los depredadores sexuales capturados en Medellín, la noticia es destacada con la inclusión del gentilicio respectivo; por eso estimo como un culto a lo ridículo, y de paso, risible, que por vía del descarte se tenga que llegar a la conclusión que un infractor es venezolano, es decir, que cuando no se señala con nombre propio el país respectivo, entonces se trata de un venezolano a quien, eufemísticamente, le cambiaron su nacionalidad por la de: “ciudadano extranjero”.
Pero la importancia del asunto no solo queda anclada en la reflexión anterior. Existen otras razones de mucho más peso que tornan recomendable un seguimiento estadístico y riguroso respecto a las distintas nacionalidades de las personas que delinquen en un país determinado, ya que ello permite diseñar una adecuada política de Estado en materia de seguridad como, por ejemplo, programar, con los países respectivos, acuerdos para intercambios de presos, o internos (como eufemísticamente se les llama ahora); limitar las condiciones de entrada al país, como sucede en Perú, donde a los venezolanos les exigen visas, o diseñar políticas de permanencia en nuestro país atendiendo las variables de reincidencias.
Pero, finalmente, la permanencia de los hermanos venezolanos en nuestro país debe comportar para ellos un deber o carga de buen comportamiento. Deber que, en caso de incumplimiento, sin miramientos, debe generar consecuencias, incluida la más importante, que de seguro apoyan sus propios hermanos, la de ser expulsados, así sean tres, cuatro o más ciudadanos de “nacionalidad extranjera”.