Por: Walter Pimienta.
Hibácharo, año 1974.
En Hibácharo, haciendo de maestro, en mis ratos libres, me aburría de lindo sí o sí porque no había de otra.
En Bácharo, cumplida la jornada laboral, coleccionaba aburrimientos al ritmo ascendente de las horas de la tarde. Era aquel un aburrimiento “institucional” después que revisaba tareas y calificaba exámenes.
Y nunca tampoco fue aquel un aburrimiento nuevo; siempre el mismo, estático en una rutina inmodificable; fructífero en bostezos coleccionables…Hasta la media tarde en que allí, de caminata “humanista”, encontré en la casa-tienda-cantina de Oswaldo Ayala, en un estrecho comedor, ausente de mesa y sillas, el juego de “buchácara” más revolucionario del mundo y sus alrededores pues jugar allí, como lo experimentara, no era simplemente jugar: era algo más, era “poner el pensamiento científico en las manos y el taco, amén de hacer con el cuerpo ciertas contorciones para poder tacar la bola y , si era posible, metiéndola por uno de los seis huecos de la mesa, anotarme los tantos del número tacado o los que, por azar, este, golpeando a otro, igual los introdujera.
Para entender mejor a “la Buchácara” de Oswaldo, toca ir más allá del juego convencional; empezando por el curioso hecho de que contaba esta con una serie de tacos de todo tamaño a usarse según la distancia de las bandas de la mesa con relación a las paredes laterales y la posición en que hubiesen quedado tanto la bola tacadora y la por tacar… Razón por la cual, en ambas paredes, a diferente distancia, había una serie de huecos que de lado a lado las atravesaban y tenían un diámetro lo suficientemente ancho como para mover hacia adelante y hacia atrás el taco tradicional cuando el jugador no quería usar ninguno de los tacos pequeños que, en ocasiones, si tocaba indefectiblemente utilizar.
Y, entonces, igual que ocurría en el aburrimiento de mis bostezos emitidos en portugués antiguo, no habiendo más, en la “buchácara” de Oswaldo, así, con esta y más incomodidades, se tenía que jugar sí o sí…
La historia tácita del juego de “ buchácara” en Hibácharo, llena de tácticas de tapes, lujos, enmesadas, tantos anotados y caídas, lances todos ellos propios del mismo, dirá alguna vez que yo, en tal momento, como uno de los tres mosqueteros, armado no con una espada sino con toda una suerte de tacos, la viví allí, en la “buchácara” de Oswaldo, sufrido entretenimiento donde a uno más bien debían pagarle por atreverse a jugar y no pagar por arriesgarse a jugar en la explicación física de mirones y apostadores diciéndome: “Profe, profe, taque mejor con el chiquito (se referían al taco). Taco arriba, profe, con efecto contrario. Mejor en el otro hueco de la pared. Concéntrese. En ese no, si usa el largo. Péguele al tres que está atacando, que este le pegará al siete y se irá el doce: Póngase de lado. Incline el tórax (no sabía que el tórax se inclinaba), acomode el codo, apóyelo sobre la mesa. Empínese antes de tacar. Taque con el taco por detrás de la espalda y la mete. Mejor use “la burra” (taco de tres hendiduras delanteras) porque está “enmesao” Gire la cabeza, mueva el ojo a la izquierda todo lo que pueda y taque que, de que la mete la mete”.
Y todo era teoría. Y me “descasquillé”. Y me gané mis malas (puntos en contra) por golpear la bola que no correspondía o me iba en blanco a punto de romper el paño.
Claro, la historia es del siglo pasado, digna de una película macondiana en el audaz deseo de señor Ayala queriendo impulsar en Hibácahro el juego de “buchacara” abordando los jugadores la única distracción allí existente contra un aburrimiento que algunos, como en mi caso, teníamos preservado para la vejez y no a mis 21 de aquel momento.
El tiempo daba vueltas en redondo. Yo también buscando el mejor hueco en la pared. La curiosidad aumentaba la clientela.
Esa vez, uno de los mirones, agachado sobre una de las bandas de la mesa, cerrando un ojo y abriendo el otro, tuvo la oportunidad de comprobar la línea más recta que mediaba entre la bola tocadora y el tres en los límites de su geométrica realidad y dijo esto:
-Está rectecita, profe, se va sin pelo
Lo dijo de corazón. Ignoraba mi abandono por tantos que allí me acompañaban
Unté tiza al taco.
Las bolas me parecían fantasmas vivos.
-Es una joya de lance si la mete- escuché.
Depende del hueco que escoja en la pared para meter el taco.
Y en la confusión otro dijo.
-De jaiba (de suerte), se puede ir el quince… esta en la boquita.
Me abandonaba la esperanza de ganar. Mi rival se conocía la mesa, los huecos en la pared y los tacos infalibles .
Taqué pegando la espalda a la pared y me fui en blanco. La bola corrió por el centro de la mesa sin chocar con otra…y tres malas más me gané.
Perdí.
Al día siguiente, todo el mundo, el mundo era toda Hibacharo, sabía que, abrumado de tanto aburrimiento, había ido a jugar a la “buchácara” de Oswaldo en la impavidez de tacos de todos los tamaños en un acto de vida deslumbrante jamás escrito.
Llegué a la escuela al otro día y ahora era el personaje de otro episodio.
Entre miradas y risas escuche que Ignacio, uno de mis alumnos, decía a los demás.
-El profesor tiene un ojo bizco.
El pelao tenía razón. Veía dos imágenes. Así duré dos días recordando aquella voz que en la “buchácara” me dijera:
“Profe, gire la cabeza, mueva el ojo a la izquierda lo que más pueda y taque que, de que la mete, la mete”.
-Estuve ayer jugando en la buchacara- le dije a Ignacio.
-Con razón está virolo- dijo Ignacio.
-Y no solo eso. Tengo torticolis- le agregué
Y las estirpes de Hibácharo, cincuenta años después, en la iniquidad de la buchacara de Oswaldo esperan mi regreso para que meta el tres.