LA OFENDICULA: JESURÚN O LA PESADILLA DEL SUEÑO AMERICANO

         

Por GREGORIO TORREGROZA P

Los guardianes de la libertad y seguridad del mundo, como con excesiva arrogancia y alto orgullo patrio muchas veces se han auto proclamado los norteamericanos pura sangre, como Reagan, Trump o Biden, entre otros muchos, al momento de invadir territorios allende los mares, en nombre de la libertad y sin que nadie los autorizara; hasta otros, no tan genuinos, por haber emigrado a esa tierras ya bastante grandes, como mi querido primo Byron Palacio, cuyo nombre se lo escribo en inglés para que no se ofenda tanto, sin que no deje de ser una pena que nuestro apellido poco ayude al camuflaje y siga convencido que a él, como latino, no se le notan sus bajos niveles de melanina angloparlante, aunque sea un poco y a ratos, y que, de llegar a ocurrir, el tinte lo restablece su inocultable afán y orgullo de morir arropado por la bandera de las 50 estrellas blancas.

En todo caso, unos y otros han sufrido en sus propias barbas una invasión tan extraña como repudiable, para la cual, a pesar del desarrollo tecnológico, no estaban preparados y, al parecer, de manera injusta, a Ramón Jesurún, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, lo están conminando a pagar algunos de esos platos que, por supuesto, rompieron otros colombianos.

Como todos lo saben, se trata de los bochornosos hechos ocurridos el día domingo con ocasión de del partido de fútbol de la final de la Copa América, que enfrentaban Colombia y Argentina por el campeonato, y en donde una descomunal turba logró entrar al estadio sin portar la respectiva boleta y, de paso, como un genuino tornado de los típicos norteamericanos, arrasaron con todo, causando destrozos en su recorrido demencial, donde la emprendieron contra los ductos de aires acondicionados, dispensadores de agua y hasta fueron vandalizadas las inofensivas maquinitas de crispetas, no con el propósito de consumirlas, sino como un acto de despiadada bajeza antisocial, que amalgamada con la necesidad de mostrarse irreverentes, muy pronto nos recordó las acciones propias de las sociedades reprimidas, como en la Rusia en la época de finalización de la Unión de Repúblicas Soviéticas, o en la Alemania durante la caída del muro de Berlín, donde cualquier situación resulta propicia a un estallido social.

Dejando claro que la masificación de los hechos perturbadores descritos fue realizada, en su gran mayoría, por colombianos, cabe preguntarnos ¿son todos estos colombianos residentes en Miami, o, por el contrario, la jauría estropeadora partió de Colombia rumbo a Estados Unidos, solo con el fin, y con ocasión, de la realización del campeonato de fútbol en cuestión?

Me inclino a apostar por la primera hipótesis, habida cuenta de que la mayoría de las personas que caben dentro del espectro de la segunda hipótesis no van a emprender un viaje, tan largo y costoso, contando con la eventualidad que alguna falla o deficiencia en la organización operativa del ingreso de los espectadores les garantice su colada al espectáculo. Además, en su mayoría, y por una costumbre de marketing del mercadeo, cuando se toma un paquete turístico de esta naturaleza, lo primero que se le garantiza al adquiriente es el ticket de entrada al espectáculo.

Teniendo por cierto el anterior test de razonabilidad, entonces, cabe preguntarse: ¿Es la población de inmigrantes colombianos en los Estados Unidos una sociedad felizmente oprimida?, por lo que, al primer brote u oportunidad de tener por cómplice el anonimato, da rienda suelta a sus emociones lo bastante reprimidas por una autoridad en extremo represiva, para quien intentar siquiera explicar por qué usted se considera víctima de un maltrato policial es causal suficiente para ser legalmente golpeado y esposado. Tal, como de manera grosera, le ha sucedido al presidente de la federación colombiana de fútbol, quien ha sido expuesto al escarnio público luciendo esposas y traje de presidario, por un simple conato de riña en donde, seguramente, dejaron de guardar compostura ambas partes. Pero, aunque le cueste reconocer a muchos medios, enemigos de Jesurún, envidiosos o pretendientes de la silla que ocupa, la majestad de su cargo, como autoridad mundial del fútbol, imponía la necesidad de otro trato.

Y que no se hable de igualdad porque, como lo enseña un viejo principio del derecho, esta solo se predica entre iguales, y menos en los Estados Unidos, en donde un fallo reciente de la Corte Suprema de Justicia contiene todas las trazas de un típico ejercicio de contorsionismo jurídico, que le permite a Donald Trump liberarse de ser juzgado por esta entidad, delegando tal función en tribunales de menor rango. Lo mismo sucedió con Bill Clinton y O. J. Simpson, declarados inocentes a pesar de existir múltiples pruebas de cargo.         

Desde luego que a un policía, en Estados Unidos, no se le puede hablar si él no lo autoriza, y mucho menos tocar, como a veces nos sucede a los costeños, de manera inconsciente, con nuestro lenguaje gestual, por la costumbre de hablar tocando con las manos. Más de un policía cachaco en nuestro medio ha generado comparendo, no por la infracción de tránsito en sí, sino por la manera de abordarlo, que en esencia es una forma distinta a los cánones de sus costumbres. Pero, sin duda, eso nunca implicará en nuestra cultura latina ser esposados.

Para finalizar, bien vale seguirnos preguntando, por el contrario, ¿está invadida Miami por una especie de escoria colombiana, apologista del narcotráfico, con fuerte aroma uribista, a la que el sueño americano se le ha convertido en una pesadilla, atendiendo a que, muy a pesar de sus corones traquetos, es preciso auto reprimir sus impulsos de vanidad ostentosa, por lo que un espectáculo como el del domingo era una oportunidad fabulosa para comportarse como verdaderos capos violadores de reglas, e imponer las propias a cambio?

En este cruce de hipótesis cabalísticas respecto a qué pudo haber motivado la conducta reprochable de esos colombianos, solo algo queda claro: sabemos a quién le tocó pagar la vajilla completa, a pesar de romper sólo un plato.