Por GREGORIO TORREGROSA P.
Lo grave de la maldad y su versión más dañina: el odio, no está en la acción extrínseca del individuo que la ejecuta, es decir, lo peor de la maldad no es el mal en sí mismo como resultado acabado, sino en la carencia de sindéresis o cordura de buen juicio del agente que así actúa, sin comprender a cabalidad la magnitud de su acto. En otras palabras, muchos actúan y piensan cargados de maldad y odio sin tener conciencia que lo hacen.
El derecho penal, como la única rama de la ciencia jurídica de mejor nivel argumentativo, por su proximidad con la filosofía, al momento de abordar las emociones del ser en el análisis y estudio de la conducta humana, parece haber resuelto, desde hace tiempo, el dilema sobre el mal arriba planteado, claro está, bajo su propio ropaje conceptual, entiéndase este, entonces, el delito como la versión del mal; y frente a la falta de conciencia o capacidad de razonamiento de quien así actúa acuñó el concepto de inimputabilidad para aplicárselo al sujeto que no está en capacidad de entender la naturaleza de su acto o de determinar su conducta, a causa de trastorno mental o inmadurez sicológica.
Pero para muchos otros miembros de esta sociedad, que no tienen la calidad de inimputables bajo los cánones del derecho penal, el asunto se muestra insoluble, pues son felices aplaudiendo y rogando, con camándula en mano o desde la misma capilla, actos de maldad con exacerbado odio, sin advertir o reconocer cuál es la verdadera tara que los aqueja: el mal en forma de odio. Debemos aclarar que estos, muchos por desgracia, son una especie de inimputables; pero hay otros, también bastantes, que en efecto sí son profesionales del mal, como pasaremos a explicarlo adelante.
Como punto de orientación a los incrédulos, que no se auto reconocen como practicantes inocentes del mal, lo mismo que sucede frente al egoísmo, típica variable de este, que como diría Hobbes, pone a los hombres en desacuerdo consigo mismo al crear un hambre que no puede satisfacerse; resulta oportuno recordar los postulados de Sócrates, el filósofo pionero en analizar la maldad, quien atribuía el mal a la ignorancia, para concluir que ningún hombre actuaría mal a sabiendas, sino que ello se debe a que desconoce lo que es el bien y cómo comportarse en consonancia respecto a este.
En términos de maldad, como lo expliqué en una de mis columnas, ya hace un año, Antonio Caballero Holguín, acuñó una unidad de medida del mal, la denominó “El Uribe”, que arrojaba el rango de medición respecto al mal, a partir de qué tantas veces le quepa a una determinada persona la capacidad de semejanza con el personaje en cuestión, Álvaro Uribe.
Como todo, dentro del actual modernismo, evoluciona a prisa la aludida unidad de medida, que sin entrar en desuso se ha vuelto vetusta, en la medida en que otros émulos de Uribe, profesionales del mal, como este a conciencia, han superado con creces a su maestro.
De allí que la evolución más aguda del mal y de sus adeptos sin conciencia de que lo son, como también su método de medición, mutó a partir del actual gobierno, pues la regla de tasación del mal se fijó en la negación, a ultranza, de toda decisión gubernamental, que por muy benefactora que se muestre para todos los colombianos, inclusive para los mismos detractores, es preciso combatirla con tal de atacar al gobierno, aunque los aduladores inocentes de la maldad reciban el peor de los males, como es la frustración de no contar con un mejor estado de bienestar.
Así sucedió, por ejemplo, con el decreto 227 de febrero de 2023, en virtud del cual el presidente buscaba tomar el control de las tarifas de los servicios públicos de luz y agua, pero los profesionales del mal encarnados en el Centro Democrático y Cambio Radical demandaron el decreto, en acción de nulidad ante el Consejo de Estado, solicitando como medida cautelar la suspensión provisional del mismo, lo que significó que el mentado decreto no entrara en vigencia. Hoy en la costa, muchos de los aduladores del mal en estado de inconciencia, sufren las consecuencias de haber aplaudido, por ignorancia de lo bueno, como diría Sócrates, los actos de maldad de los malos en conciencia.
Otro ejemplo muy diciente de cómo los malos inconscientes actúan por ignorancia, y no por convicción o conocimiento de causa, lo constituye la andanada de críticas que le han llovido al presidente a partir de su decisión de romper relaciones con el Estado de Israel, país que, según el último informe de la Organización Mundial de la Salud, ha provocado la muerte de 35.000 personas, el 60% de ellas mujeres y niños, sin embargo, muchos de los críticos de la ruptura de relaciones diplomáticas, antes de detenerse en la cifras de muertos, prefieren ganarse los aplausos de malos inconscientes, señalando al presidente de antisemita, o enjuiciándolo por llamar holocausto la masacre de Gaza.
No importa lo que haga o diga el presidente, lo verdaderamente importante para los cultores del mal sin conciencia de serlo, es que se combata al presidente, porque ninguna acción de este, por muy buena que se muestre, puede purgar el lastre que carga, de ser izquierdista, lo que equivale a ser comunista, es decir ateo. Esto resuelve la ecuación para siempre. Y de paso, modifica la unidad de medida del mal, ya no será “el Uribe”, ni cuanto mal se inflija el malo así mismo con tal que él otro también lo sufra. No, ahora lo importante para la medición de los grados de nivel de mal es cuánto antipetrista se es, bajo la convicción insalvable, y tonta, de que se está haciendo el bien.
El efecto de esa enfermedad es no dejar gobernar. Y, lo peor, no hay cura a la vista.