[Editorial]A erradicar la corrupción

La corrupción es un tipo de transgresión a la ley, que en Colombia se volvió prácticamente una costumbre, ha sido tan difundida que ha llegado incluso a no ser mal vista por algunos sectores y considerada por los contratistas como algo común y corriente, a pesar de lo perjudicial de sus nocivos efectos para la sociedad.

Es que por culpa de los corruptos abundan las obras públicas mal realizadas, las que se deterioran a los pocos meses o las que simplemente se dejan a medias por culpa de quienes sin tener las facultades técnicas, ni las capacidades y las condiciones morales, son los escogidos para ejecutarlas.

En otras palabras, son las coimas recibidas por algunos  funcionarios que adjudican los contratos a los menos aptos para ejecutarlos, los responsables que en la mayoría de las veces las calles, puentes, edificios, acueductos, alcantarillados, no se realicen, se hagan a medias o se terminen pero con unos sobrecostos inversamente proporcionales a su calidad.

Por esto consideramos oportuna  la necesidad de rebelarse contra a los corruptos y exigirles que la plata que se reúne con el esfuerzo de todos los colombianos se utilice para el bienestar común.

Su expansión en todos los ámbitos gubernamentales y sociales ha provocado la pérdida de billones de recursos económicos que bien podrían haber servido para disminuir la pobreza y aumentar la inversión en salud y educación hacia los sectores más deprimidos.

Hoy, cuando se conocen alarmantes cifras, en torno a los pagos que se dan por sobornos entre el sector privado y el público, se ratifica la imperiosa necesidad de redoblar los esfuerzos de la justicia para erradicar de raíz esa actividad que corroe la estabilidad institucional y social.

Con sobradas razones, se ha insistido en el sentido de que la corrupción constituye uno de los más graves males que aquejan al país y que pese a los esfuerzos de los últimos gobernantes para contrarrestar sus causas y castigar a los responsables, aun nos encontramos muy lejos de disminuir sus perjudiciales efectos en la vida local, regional y nacional.

Tal como a menudo lo destacamos en nuestras páginas, esos casos que a diario se denuncian, deben encontrar en la Justicia la mejor fórmula para castigar de manera severa y ejemplar a esas personas que por sus cargos y posiciones son las primeras obligadas a mostrar pulcritud, dignidad y honradez en todos sus actos, por cuanto es desde allí, en el manejo integral, donde se puede derrotar esa práctica ilícita.

No podemos finalizar este análisis sin hacer alusión a los comentarios  de  algunos lectores de LA LIBERTAD, en el sentido de que en los países desarrollados también existe el fenómeno de la corrupción en innumerables dependencias estatales, en verdad tienen toda la razón.

La diferencia es que en esos países, como casi nunca sucede aquí en Colombia, la Fiscalía investiga, procesa y lleva a una condena a los implicados, mientras en nuestro país lo que impera es esa figura popularizada en todas las esferas gubernamentales bautizada con el llamativo nombre de ‘cómo voy yo ahí’, que cada día sube su porcentaje por cuenta de la impunidad reinante.

Lo cierto es –y no resulta aventurado vaticinarlo–, que si algún día los organismos fiscalizadores tomaran la decisión irrevocable de perseguir a los corruptos y producto de esa determinación se procesara y condenara a un mínimo de los responsables de este delito, el problema se le trasladaría al Inpec, sencillamente porque las cárceles existentes serían insuficientes para albergar a tantos corruptos que existen en Colombia.