CUANDO ENVEJECER  ES UN  ACTO  DE  MAGIA

Por Walter Pimienta J.

En el pleno ejercicio y disfrute  de su obligado  retiro, en  pijama,  pantuflas y  apoyado  en  su  bastón con  mango  de  plata,  el mago Richardine, “El hombre que le robó el poder al diablo”,  gloria que  fuera  de  ciencias  ocultas,  de los  encantos  y hechizos, concurre ahora,  todos los días  de sus  últimos  días, a aburrirse feliz en  su cuarto de viejas artimañas donde, para distraerse,  todavía practica trucos que se le están olvidando   o  que le  siguen  saliendo  mal cuando antes  no. Hace 39 años presentó su  última  función en  el  “Teatro Iberia”  de Maríangola  (Cesar),  donde  se dio  cuenta que empezaba  a perder la  sincronía  de sus actos  de   prestidigitación   e  ilusionismo acostumbrados  en  condiciones  de  tiempo y  habilidad,  pues  un mariangoleño  astuto que  esa vez, en  la sala, se  chupaba  limón  para cortarle el  encanto  de  su  ocultismo, le descubrió la  trampa del último  conejo que sacó  de  su  cubilete anunciándolo  como  conejo  de  Angora cuando  el  que  el  público  vio  que lo mostraba alzándolo en sus manos  no  era un  conejo  sino una  coneja de  monte con  algún  pringue  de mini lop; por  lo  cual,  en  la  segunda  función no  convocó  al  público  esperado  y en una  presentación  para  niños,  entrando dos  con  una misma  boleta, aquello  fue  todo un  fracaso  ya que  al querer  convertir  el agua  en  vino moscato,  se  le partió  la varita mágica y  se le extraviaron los polvos de la madre Celestina,  útiles   en  este  caso para,  con palabras de  contingencia y  hablando  paja,  poder sugestionar las almas infantiles.

Y  así  también,  Richardine,  concertando cafés sin  azúcar,  en  el  desconcierto  de  sus  facultades,  busca la  armonía de recordar la  memoria  perdida de  como hacía  para introducirse por  su  garganta,  hasta  la  empuñadura,   una  filosa espada toledana  sin  causarse daño y,  asimismo,  todavía,  celebra el acontecimiento  magno  de  su  oficio, ese en  que interrumpiendo el  paso  del  tiempo,  paró  su  envejecimiento  quedándose sexagenario  para  siempre en  la  realidad de  sus  patas de  gallo, su  pelo  cano, sus  lentes  anti anti astigmatismo,  la  falta de un  diente, su afeitada apurada y  su cachuzo  ojo derecho, producto  de  una  leve  isquemia  sufrida y  la  aparición  de una paloma mensajera   que de  vez  en  cuando saca  de  la   gorra española  a cuadros  que  ahora  usa. Aunque, en ocasiones,  de  noche,  no  puede  dormir con el  malestar  de  conciencia de  no  saber  si alguna vez  le  falló  el  ardid  de haber decapitado con  un  serrucho  a   Diocelina, su  propia mujer, en el  acto de alucinación  más grande que  anunciara   a  los asistentes al  “Teatro Montecristo” del  municipio  de  Juan de  Acosta un  mes   fresco de diciembre.

Richardinie mira  con  desolación  y nostalgia su naipe de  barajas  españolas.  Era un  maestro  en  su  manejo; pero el  ramo  de isquemia  que  le  dio,   le volvió  rígido  su  brazo  derecho y  en  el  intento  de barajarlas,  estas se le  caen al  piso y, la  madre, no les  miento, llora…

Por  hora  y  media, Richardine, hace  esto  cada  día, en  tanto  Diocelina,  consternada y  temerosa  de  que  la  haya dado  un  infarto,  lo  va a buscar y  encontrándolo  vivo, antes de que se vuelva  invisible, afligida y  abatida,  con  fuerza  se  abraza a él en  medio  del  miedo  y  el  desconcierto de   que  sea  ese su  arriesgado pero  a  la  vez  exitoso  último  acto  de  magia.

Richardine es  mago  del  Instituto Alejandro Tapia y  Rivera; pero antes, desde  la  escuela primaria, desapareciendo  lápices, libretas, bolígrafos,  reglas, borradores,  monedas,  billetes, meriendas y  tareas, ya lo era  y  luego perfeccionando luego  sus actos estudiando magia  por  correo a  través  de la  Hempel  Echool que lo  certificó en  dos años  como  tal y  como  el más destacado entre 80. Y  así,  por  décadas y  décadas, animando  fiestas infantiles,  tómbolas de  iglesia, bazares, cumpleaños  y circos  itinerantes,  fue siempre  el mejor.

Pero como nadie puede saberlo todo,  ni  siquiera un  mago,  Richardine no  se explica que  ilusionismo mental o deslumbramiento,  practicó contra él  Diocelina   a quien  aún   ama bajo  el  embrujo  motivacional  del  primer  beso que  debajo  del  palo  de mango  que  hay  en  la plaza del  pueblo, aquella tarde de  agosto  le diera. Y  después  del  beso, esto le  dijera:

-Sepa que yo  soy Ricardine,  el mago – y  ella le  dijera:  Y sepa usted que  yo  soy  Diocelina,  la mujer  del mago..  Y  el agregó:  tócame  la  varita mágica  para  que  no  me  olvides  nunca” Y  ella  se  la  tocó y  le  dijo:  Desde  hoy  somos  el  uno  para  el  otro y  otro  para  el  uno”.

Aunque a decir  verdad, a Diocelina,  pálida y temblando de pavor,  le  da miedo de  Richardine cuando este,  detenido  para  siempre en los sesenta  que  son como  noventa de  la  vida real,   variante de  ideas,  bipolar, maniático, trastornado  y  medio  loco, con la mirada extraviada, encaminándose hacia ella, trae entre  manos  el  serrucho con  el  que una vez mágicamente,  entre horrorosos  gritos del público, de  vaina no  la  decapitó.