Por Walter Pimienta
Milagro es todo lo que todos quieren ver
Después que Silvestre tocó las campanas para la primera misa del día, la de las seis, abrió las puerta principal de la iglesia y las dos laterales, . El reloj disgregaba los minutos.
La oscuridad circundante empezó a disiparse. Se persignó .
Los cuatro cirios que había dejado encendidos la noche anterior, aún ardían. Giró su mirada hacia el altar de San Judas Tadeo empotrado en la pared y notó algo: la imagen no tenía el hacha que esta siempre lleva en la mano izquierda. Se la habían robado.
La comprobación del hecho, talló en el sacristán un rostro pálido y una temblorosa barbilla.
Debía dar el segundo toque y no lo hizo. Corrió a la casa cural a darle parte al padre Robles.
-Viste al diablo, tiemblas todo. Habla, qué te pasó- le dijo el clérigo al notarlo así.
Silvestre lo miró con la mirada hereditaria de las malas noticias.
-Padre, le robaron el hacha a San Judas Tadeo.
El sacerdote sintió el impulso de la noticia. Hizo un gesto de rabia y en tono de voz andaluza, porque era de España, dijo:
-Perderá la salvación de su alma quien lo hizo.
La noticia corrió en el pueblo. Un silencio de sacrílego pecado, lo cubría todo. Alguien había puesto en ridículo la fe volviéndola humillante profanación. Alguien había ido en contra de la virtud de la religión que promueve la gloria de Dios y la santificación del hombre. Así lo gritó el sacerdote desde el pulpito a los feligreses que llevados por la novedad, llenaron el templo y que en la desesperación decían:
-Que aparezca.
-Ni puede ser.
– Va contra Dios.
-Son cosas del diablo.
– Una maldición caerá sobre todos nosotros.
-Recemos, recemos porque aparezca.
La imagen de San Judas, sin su hacha, había perdido algo del éxtasis que le caracterizaba y, sin ser viva sino de yeso, como cualquier persona robada, parecía estar fuera de sí.
El alcalde, Arturo de la Benevolencia Sánchez y Arteta, prematuro de arrugas en la cara, en un rincón de la iglesia, no hablaba palabras y sintió que su corazón se le doblaba en la miseria de la profanación e irreverencia.
Julio, el policía, se destartalaba por dentro pensando en sospechas y pesquisas. Tenía una irremediable convicción. En el pueblo se decía que si una mujer solterona quería tener novio y casarse con este, si le robaba el hacha a San Judas, y este le hacía el milagro, solo así se la devolvería.
Y el gendarme, por ahí empezaría su averiguación secreta.
En el pueblo había 27 solteronas algo ya dejadas por el tren.
-De la que más sospecho es de Pacha Montiel- se dijo.
Tres meses y dos días y el hacha no aparecía.
Ahora San Judas tenía cara de dolor bien sufrido. Y en torno al caso, las mismas voces, los mismos gritos callados:
-Que aparezca.
-Ni puede ser.
– Va contra Dios.
-Son cosas del diablo.
– Una maldición caerá sobre todos nosotros.
-Recemos, recemos porque aparezca.
Y el robo continuaba desoladamente siendo verdadero.
Julio, el policía, nada podía decir con firmeza.
-Sería Pacha Montiel- cavilaba el gendarme – vive en soledad y, a sus 43, tiene una gran necesidad de hombre.
El resto de solteronas, se la pasaban en lo suyo; en el zumbar diario de sus máquinas de coser ajeno.
El alcalde, en la timidez de ser un mal alcalde y de tenerle miedo a los perros, no hallaba respuesta al robo y solo alcanzaba a decirse:
-Es elemental mi querido Watson, una de las quedadas ( solteronas) ha de ser.
Y evitando pensar, todo lo dejó en manos de un milagro.
A todas estas, el padre Robles, con un estremecimiento que hace gris su ánimo, ha empezado a perder la característica dureza de sus palabras en el oratorio y cuando mira a San Judas sin su hacha, le parece estar viendo un fantasma y entonces tiembla y se le hiela la sangre en el corazón y, entonces, en tono andaluz, porque era de España, urgente le dijo a Silvestre:
-Silvestre, dame café. Tengo mucho frio. Un frío de madre, Silvestre.
Silvestre le da el café al cura y ahora otea por una ventana de la casa cural. Por la calle va un borracho. El sale y quiere hablarle. A lo mejor sabe algo. Pero el hombre de pasos tambaleantes es solo eso: la figura de un borrachín que tartamudea esta canción curva y desentonada: “El hombre que trabaja y bebe/ déjenlo gozar la vida/ Y que eso es lo que se lleva/Si tarde o temprano muere…”/. Y pasa de largo.
-Usted tiene la razón- le dice Julio el policía al alcalde- al queso, para que queda bueno cuando uno lo está haciendo, hay que espolvorearle buena sal.
Los dos, matando el tiempo en el despacho de la alcaldía, hablaban de cualquier tema sim importancia y ya se les había olvidado lo del hacha.
Una mañana cualquiera, luego de abrir la iglesia, Silvestre vuelve a la casa cural agitado y más pálido que la palidez. Llega a donde el padre Robles quien se secaba el pelo con una toalla. Se acababa de bañar. Y le dice gagueando:
-¡Pa padre, padre, mi mi milagro. El ha hacha. Pu pu Pusieron el hacha!
Hubo repiques alegres.
El alcalde, de júbilo, ordenó a Julián, el polvorero, disparar tres veces el cañón municipal.
Una calle más abajo, serena por fuera y por dentro, dando alaridos de dicha y de felicidad en su cuarto, con un milagro a medias recibido, Pacha Montiel, acostada con Adelmo Molina y Pujol, de los Pujol venidos de Cataluña, sabe ahora que su vida de mujer con hombre, por fin ha comenzado.
…Y las de las máquinas de coser, aún siguen cosiendo…