Por Álvaro Cotes Córdoba
Una semana antes, los alpinistas John Van Dher Van, Peter Hillmann, Jean Joilly y Gush Grown, provenientes de Europa y unidos por un mismo fin, se citaron en Santa Marta, al norte de Colombia, para finiquitar los detalles de lo que sería la última hazaña que harían juntos y consagrarse en el mundo del montañismo.
Se conocían desde el Himalaya, cuando por cinco años estuvieron escalando los picos más altos de esa inmensa cordillera en el continente asiático. Entre sus gestas alpinistas destacadas estaban el Nanda Devi, la segunda montaña más alta de la India, el monte Everest, el más elevado del planeta, el K2, la segunda montaña más empinada de la Tierra y el Fuji, el gran pico nevado del Japón.
Creían haber escalado todas las montañas del mundo. Hasta que un día, un amigo italiano al pie del Mont Blanc, les dijo que estaban equivocados, porque todavía les faltaba dos picos que, a pesar de no ser más altos que el Everest, eran difíciles de encumbrar por el clima y su ecosistema, «los cuales están en el macizo colombiano denominado La Sierra Nevada de Santa Marta», les precisó.
La aclaración del amigo itálico, en lugar de desilusionarlos, los animó más y por eso acordaron escalar esos dos picos, para culminar con broche de oro sus hazañas alpinistas por todo el mundo. De ahí que se reencontraron en la ciudad mencionada, para decidir que, el primer día de la semana entrante, es decir, el lunes 13 de junio de 1989, a las 5:00 de la madrugada, comenzarían a hacer realidad el hecho memorable que les daría el título personal de escaladores de todas las montañas del mundo.
John Van Dher Van era holandés, Peter Hillmann alemán, Jean Joilly, francés y Gush Grown de Inglaterra. Cada uno ostentaba una experiencia diferente, pero la de John Van Dher era la más prolongada, por cuanto llevaba escalando montañas desde los 15 años y hasta ese día había completado 32 en el alpinismo.
Los cuatro expertos montañistas salieron en la fecha y hora acordadas, desde la antigua localidad costeña. Abordaron un bus en el mercado público de la también conocida La Perla de América, junto con todo el equipo alpinista que, hasta entonces, había sido utilizado por ellos, para escalar las montañas de todos los continentes. Pagaron los pasajes con dólares, al igual que el flete por el equipamiento, el cual estaba conformado por arnés, piolet, cuerdas, tornillos para hielo, ganchos, cascos y diferentes tipos de aparatos de aseguramiento, linternas, cobijas, tiendas, ropas apropiadas para mantenerse calientes, colchonetas y por supuesto, mucha agua en botellas de plástico y alimentos no perecederos.
La partida del ascenso comenzó dos horas después de que el bus los dejara en Buritaca, un asentamiento de colonos en jurisdicción del corregimiento de Guachaca, a 45 minutos de Santa Marta. Durante ese tiempo se apetrecharon e hicieron lo mismo con tres mulas que alquilaron para transportar la carga pesada. La caminata, al principio y hasta llegar a un lugar donde levantaron el primer campamento, no fue tan extenuante, ya que el sendero usado no estaba muy empinado. La primera noche la pasaron en ese primer campamento.
La sintieron larga y tenebrosa, por cuanto el grupo nunca había estado por esos lugares. Se la pasaron casi toda la noche con los ojos bien abiertos y mientras esperaban que Morfeo llegara a abrazarlos, se dedicaron a observar las estrellas que desde allí se veían nítidas y brillantes. Hillmann, el alemán, quien en el entonces contaba con 24 años, además de ser el más joven y menos experto de los cuatro, era el más burlón y a cada rato le sacaba chiste a todo. Cuando se encontraban en esa exploración astronómica, a él se le ocurrió decir que acababa de ver, cómo una de las estrellas se apagaba y se iluminaba, moviéndose de un lado a otro.
Por unos instantes, sus compañeros creyeron semejante observación galáctica y empezaron a mirar hacia donde él lo hacía, para también ser testigos del tremendo fenómeno sideral. Durante un rato corto estuvieron observando hacia el Cielo nocturno, pero al no ver más nada que las mismas estrellas estáticas que veían desde hacía más de una hora, se voltearon para mirarle la cara a Hillmann y este los esperó con una sonrisa de oreja a oreja, al mismo tiempo que les señalaba hacia unos frailejones, por entre los cuales volaba una luciérnaga, realizando su recorrido intermitente. Después les confesó:
— Yo juraba que se trataba de una estrella — y soltó una carcajada.
— ¡Pareces marica! — le gritó Gush Grown en su idioma, el cual entendían todos.
El francés Jean Joilly, de unos 38 años, dio muestra de que no le había causado rabia ni risa el chiste bobo del alemán Hillmann y con la misma seriedad y silencio con que lo conocían desde que se hicieron amigos de él, un verano en los Pirineos, dentro de un bar exclusivo para montañistas, volteó su cuerpo flaco sobre su colchoneta y se acomodó bocabajo, demostrando que Morfeo ya lo tenía entre sus dulces y confortables brazos.
— Hasta mañana Jean — le susurró Hillmann, quien yacía más cerca a él, acostado bocarriba y arropado desde los pies hasta la nariz. Y ni así el gabacho se animó a contestar. Su mutismo daba escalofríos a quien no lo conociera o viera por primera vez. En torno de su delgado y estirado cuerpo se le percibía un halo de misterio. Reflejaba tener una vida espiritual muy triste, como si tuviera una enfermedad que no le permitía ser como todos los demás. Además, su forma de vestir, siempre con prendas oscuras o grises, tampoco lo ayudaban.
A la mañana siguiente, en medio del espectacular despertar de la Sierra, con una resplandecencia subliminal por la desbordante incidencia de los rayos del Sol sobre ella y un clima único de todos los niveles, los alpinistas forasteros reanudaron la aventura incierta y peligrosa. Todavía no alcanzaban ni siquiera a divisar sus picos nevados, a unos 5.000 metros de donde se encontraban por esos momentos. Reiniciaron la caminata después de comer algo, recoger el campamento y empacar todo de nuevo.
Una de las características que el amigo italiano, de nombre Francisco Vitolo, les había mencionado sobre lo que hacía difícil y riesgoso escalar aquellas montañas, además del clima variante en sus distintos niveles, era su abundante selva tropical, porque se podían topar con un tigre o un oso de anteojos en cualquier momento.
Sin embargo y tal vez en compensación con el peligro inminente dentro de la Sierra Nevada de Santa Marta, existe una variedad de parajes naturales bellísimos y relajantes que, incluso hoy, son inexplotados turísticamente, como son las cascadas de los numerosos ríos que allí nacen, al igual que su ecosistema único, destacándose una especie microscópica capaz de resistir las peores situaciones hostiles del Universo:
«Es un tardígrado conocido también como ‘el oso de agua’, el cual abunda en los musgos, cerca de las orillas de los ríos que nacen en ese cúmulo de montañas», les comentó esa vez el amigo itálico, quien además de escalador como ellos, se dedicaba a la zoología. «La comunidad científica ya ha comprobado que el oso de agua de la Sierra Nevada de Santa Marta, hace parte de las criaturas más resistentes del planeta y pueden vivir meses sin comer ni beber agua e incluso en ambientes más extremos como el vacío del espacio», les ilustró ese día Pacho Vitolo, cuando se reencontró con los cuatro, antes de que subieran el Mont Blanc en Los Alpes.
El Monte Blanco, como también se le conoce, iba a ser el último por escalar y con el cual pensaban completar el récord mundial de montañas superadas. No obstante, Vitolo les hizo saber antes, que les faltaba la Sierra Nevada de Santa Marta, donde están los picos costeros más altos del mundo, el Colón y Bolívar, ubicados en el norte de Colombia, a 5.775 metros sobre el nivel del mar, por lo que debieron en ese entonces aplazar la celebración que habían planeado, para cuando subieran la cima del Monte Blanco, la cual alcanzaron tras dos días y sin ningún inconveniente. Fue una frustración para ellos enterarse que les faltaba todavía la Sierra Nevada de Santa Marta, ya que tuvieron que deshacer el fiestón que pretendían realizar en una de las calles de Chamonix, la comuna francesa más cercana y en donde confluyen todos los alpinistas que llegan a ese lugar parecido a un pesebre navideño, a querer montar el Mont Blanc de Los Alpes.
El segundo día en la Sierra Nevada treparon sin parar. El trayecto recorrido cada vez fue poniéndose más estrecho y empinado. Al igual que el clima, que descendió a 24 grados. John Van Dher Van, el más veterano y el único con canas, se veía más dinámico que todos. Y no era para menos, porque a sus 47 años de edad, parecía un roble. Nunca había sucumbido ni había tenido inconvenientes de salud en ninguna de las ascensiones que había realizado durante los 32 años que llevaba practicando esa antigua modalidad deportiva. Durante la travesía por trochas con abismos y mucha maleza, antes de que el Sol estuviera en el cénit, los cuatro extranjeros caminaron con un silencio rotundo y sin parar. Lo hicieron por cuatro horas, hasta que fueron interrumpidos por unos colonos armados hasta en los dientes.
Se trataba de uno de los grupos de autodefensas que para el entonces existían en el macizo colombiano, dirigido por un señor de nombre Hernán Giraldo. Aunque no les hicieron nada malo, al menos los retrasaron una hora, mientras investigaron si en verdad eran los que decían ser. Los paracos, como también los llamaban, se comunicaron por radio satelital con alguien en la ciudad de Santa Marta, para que indagara la procedencia de los cuatro desconocidos que se toparon esa mañana por el territorio que, según ellos, les pertenecía y protegían del Décimo Noveno frente de las Farc, una de las células de la guerrilla más antigua del país y la cual también operaba en la Sierra Nevada para la época. Aunque los cuatro extranjeros sabían de los conflictos internos de Colombia y sus diversos sectores generadores de la violencia a lo ancho y largo de esa nación tercermundista, nunca previeron que pudieran estar involucrados ni siquiera como víctimas, por cuanto sus condiciones de alpinistas descartaban cualquiera de las pretensiones de las agrupaciones beligerantes en enfrentamientos.
Esa intrepidez que no solo ellos mostraban sino también otros foráneos que llegaban de turísmo a la región, pese a ser un territorio agreste en donde además confluían bandas delincuenciales del narcotráfico, asombraba a los colonos de las estribaciones de la Sierra Nevada, a los nativos y a los ciudadanos de las tres capitales circunvecinas del sistema montañoso, por cuanto ni ellos mismos se atrevían a visitar los paradisíacos sitios turísticos existentes dentro y por los alrededores de la imponente Sierra Nevada, por miedo a ser secuestrados por la guerrilla o en el peor de los casos, ser asesinados por confusión o por estar en el lugar equivocado. Los extranjeros parecían no temerles o ser muy ingenuos. Pues, seguían visitando la Sierra, ya sea para conocer a una Ciudad Perdida indígena descubierta en 1976 o para escalar los picos Simón Bolívar y Cristóbal Colón. John, Peter, Jean y Gush, ese segundo día en la Sierra, descubrieron que la peligrosidad de escalar aquellos picos no solo era por la singularidad de su ecosistema, como les había advertido el amigo italiano Francisco Vitolo, sino también por la disputa interna de los grupos al margen de la Ley que peleaban la territorialidad en el majestuoso cúmulo de selva, montañas y nieve.
Minutos después de que había transcurrido la referida hora, que para ellos fue como una eternidad, los colonos belicosos les avisaron que podían continuar escalando, tras constatar que eran alpinistas procedentes de distintos países de Europa y los cuales ingresaron al país legalmente y se hospedaron en un hotel situado frente a la bahía de Santa Marta. Incluso, les pidieron sus pasaportes, para comparar sus números con los que les informaron y se dieron cuenta de que eran los correctos. No se comunicaron mucho con los paramilitares durante el tiempo en que estuvieron ahí, por cuanto el único que hablaba español era Jean Joilly, quien además era muy poco conversador.
Después del encuentro con los colonos armados, los alpinistas continuaron su ascenso con una mezcla de alivio y preocupación por la seguridad en la montaña. A medida que avanzaban, el clima se volvía más desafiante, con vientos gélidos y nevadas intermitentes que dificultaban la marcha. John Van Dher Van, a pesar de su experiencia, comenzó a mostrar signos de agotamiento y malestar por el frío extremo. Sus compañeros hicieron todo lo posible por mantenerlo abrigado y animado, pero la hipotermia comenzó a hacer estragos en su cuerpo.
Con el pasar de las horas, la situación de John empeoró rápidamente hasta que finalmente sucumbió a la hipotermia. El equipo quedó devastado por la pérdida de su amigo y líder. Y empezó otro desafío para ellos: seguir el ascenso de la Sierra Nevada con el cuerpo de John a cuestas, así estuviera casi muerto, pues había subido con ellos hasta allá con ese mismo propósito y no iban a permitir no hacerle realidad ese deseo. Por eso, con determinación y creatividad, improvisaron una camilla rudimentaria con pedazos de palos y ramas de los escasos arbustos que hallaron a esas alturas, para transportar su cuerpo. Cada paso que dieron fue una lucha contra el terreno traicionero y las condiciones climáticas implacables. El peso del cuerpo inerte aumentaba la dificultad del descenso, pero no se permitieron rendirse.
Día tras día, enfrentaron obstáculos naturales y emocionales, mientras ascendían por la inhóspita selva y las agrestes montañas. Cada momento era una prueba de su resistencia física y mental. Finalmente, después de días de arduo esfuerzo, lograron llegar al pie de un lago sagrado para los milenarios habitantes de aquella inmensa Sierra Nevada, con el cuerpo de John y el cual lo colocaron cerca de la orilla de aquella laguna casi congelada, mientras descansaban por el doble esfuerzo realizado para escalar los benditos picos Colón y Bolivar. No obstante, a pesar de la tragedia y los desafíos, los alpinistas encontraron fuerzas para continuar, honrando la memoria de su amigo caído y demostrando el espíritu indomable del ser humano frente a la adversidad de la naturaleza. Su travesía por la Sierra Nevada de Santa Marta dejaría una marca imborrable en sus vidas, recordándoles la fragilidad de la existencia y la fortaleza del vínculo entre compañeros de aventura.
Finalmente, tras horas de esfuerzo y superando obstáculos tanto naturales como humanos, alcanzaron la cumbre. Allí, en lo más alto de la Sierra Nevada de Santa Marta, se encontraron con un panorama deslumbrante que les robó el aliento. El sol iluminaba las cimas nevadas mientras las nubes danzaban a su alrededor, creando un espectáculo digno de su arduo viaje. Se abrazaron con alegría y gratitud alrededor de John Van Dher Van, quien continuaba inconsciente, aun cuando no se sabía si alcanzaba a escuchar o entender que habían logrado algo más que escalar una montaña, sino también desafiar los límites de sus resistencias y conquistado sus propios miedos.
Mientras contemplaban el paisaje, sus compañeros reflexionaron sobre el viaje que los había llevado hasta allí, desde las montañas de Europa hasta las selvas de Colombia, experimentado la belleza y la brutalidad de la naturaleza, así como la complejidad de las relaciones humanas en medio de la adversidad. Pero, sobre todo, que habían descubierto la fuerza que reside en la unión de un equipo comprometido con un objetivo común.
Con el corazón lleno de emociones encontradas, descendieron de los picos nevados horas más tarde, conscientes de que su aventura apenas comenzaba. Atrás dejaron huellas indelebles en la nieve y en sus corazones, marcando para siempre su paso por la Sierra Nevada de Santa Marta. Y mientras se alejaban de los picos más altos de América, sabían que, aunque su viaje trágico de regreso sería igual de incierto, las montañas siempre los llamarían de vuelta, invitándolos a seguir explorando y descubriendo los límites de lo posible.
No obstante, en el descenso se agravó la tragedia: John Van Der Van falleció. Si, el más experimentado, quien había escalado todas las grandes e imponentes montañas del mundo, había muerto en la de Santa Marta. El grupo se vio de nuevo sacudido por esa tragedia que los golpeó en el momento más inesperado, cuando estaban en el descenso de la montaña. John, el veterano alpinista, había enfrentado tantos desafíos en su vida, pero esta vez la implacable hipotermia lo había derribado. A pesar de todos sus conocimientos y experiencia, la naturaleza había demostrado una vez más su poder indomable. Y con el corazón lleno de pesar, sus compañeros hicieron todo lo posible por ayudarlo, pero era demasiado tarde. En silencio, envueltos en la tristeza y el dolor, continuaron descendiendo la montaña, llevando consigo el recuerdo de su valiente amigo caído. Para ellos, la Sierra Nevada de Santa Marta nunca sería solo una montaña más, sino el lugar donde perdieron a uno de los suyos, donde la grandeza y la fragilidad humana se encontraron en un momento trágico e imborrable.
Bajar el cadáver de su amigo de esa cumbre nevada resultó ser otra experiencia más jamás vivida por ellos en ninguna parte del mundo. Tuvieron que fabricar otra camilla con los trozos de palos y ramas de los pocos árboles que encontraron a dos kilómetros de donde debieron pernoctar casi un día con el cuerpo inerte de su amigo, cerca del pequeño lago sagrado de los milenarios habitantes de la Sierra Nevada.
Con el peso del luto sobre sus hombros, los alpinistas se enfrentaron a una tarea desgarradora: bajar el cuerpo de su amigo de la imponente cumbre nevada, en un acto de respeto y dedicación. Cada movimiento era un recordatorio doloroso de la pérdida que habían sufrido y del desafío que aún enfrentaban. Con cuidado y determinación, descendieron lentamente la montaña, llevando consigo el cuerpo de su amigo caído. El camino era arduo y peligroso, pero su determinación no flaqueó. A medida que avanzaban, el paisaje majestuoso de la Sierra Nevada de Santa Marta parecía envolverlos en un abrazo silencioso, como si la montaña misma compartiera su dolor y carga pesada. Como no tenían cómo comunicarse, tuvieron que descender por varios días, más de lo que se echaron para subir, hasta que se volvieron a topar con los colonos paramilitares, quienes con sus potentes radios satelitales, dieron aviso a las autoridades en Santa Marta, para que enviaran un helicóptero y terminaran de ayudar a bajar a los alpinistas vivos y al cuerpo de más de mil escaladas, John Van Dher Van. Allí, entre lágrimas y palabras de consuelo, se despidieron de su amigo, rindiéndole un homenaje póstumo que, incluso, conmovió a los miembros del grupo paramilitar. Para aquellos alpinistas, la experiencia fue más que un ascenso y descenso de montaña: fue un viaje a lo más profundo de la humanidad, donde el dolor y la pérdida se entrelazaron con la fuerza y el compañerismo. Y aunque regresaron a sus hogares en Europa con el corazón roto, también llevaron consigo el recuerdo eterno de su amigo y la certeza de que, incluso en los momentos más oscuros, el amor y la amistad pueden iluminar el camino. Lo increíblemente triste fue que lo aprendieron en la última montaña escalada.
FIN