UN S.O.S. POR LA EXPROPIACION

Por GREGORIO TORREGROZA P.

Si algún lastre pesa sobre todos los gobiernos de transformación y cambio es el temor que atormenta a muchos acerca de la perpetuidad en el poder, bajo la creencia hipotética de que se arrasará con los esquemas democráticos que garantizan la alternancia en el mismo. Las revoluciones de antaño, que siempre implicaron el uso de la fuerza antes que el voto, son buena muestra de ello, como en los casos de Cuba y Nicaragua, para no irnos muy lejos, o en casos más emblemáticos como Corea del Norte, China, Irak o Irán. Este escenario es el que tiene temblando de terror al gobierno de Petro, como potencial imprudencia, para no entrar en acción respecto al abuso en el cobro de las tarifas de servicios públicos, sobre todo en la costa atlántica, y proceder sin miramiento alguno a la expropiación.    

Sin detenernos en la orientación ideológica de esos personajes que encarnan liderazgos con vocación de perpetuidad, resulta identificable, entre ellos, un común denominador: el control y sometimiento férreo de todo amago desestabilizador de fuerzas extrañas o propias que haga ingobernable la gestión del nuevo proyecto, comenzado por los medios de comunicación, las fuerzas militares, los medios de producción y, como es lógico, también, las fuerzas anteriores que detentaban el poder. Pero los servicios públicos lejos están de ese menú que en ocasiones arrastra a esa irresistible tentación, de allí que el control de esto no puede enmarcarse como un acto típico de expropiación, sino del cumplimiento de una elemental obligación.    

Lamentablemente, ese es el lastre que carga sobre sus espaldas el actual gobierno, ya que, al propugnar por un radical cambio, de corte revolucionario, queda estigmatizado como izquierdista extremo, endosándole de paso la expropiación que, vale recordar,  no se ha visto por ningún lado y, además, siendo víctima de la más implacable y furibunda campaña de desacreditación y rechazo, aún frente a las más nimias propuestas de cambio; desde si hay congestión o filas en el Banco Agrario para el cobro de las ayudas; el cambio del menaje de la alcoba del presidente; o por si se propone asumir él mismo el control de las tarifas de los costosos servicios públicos.

El presidente no debe temerle al lastre, que al parecer, finalmente, lo intimida, pensando que es suficiente con la fuerza combativa por la vía del Twitter. Por lo que ha hecho metástasis el más grave de los padecimientos que sufrimos los costeños, como lo es el costo desbordado de los servicios públicos, ya que después de dos años del actual gobierno no se vislumbra solución a la vista y, por el contrario, son incontables los hogares que se ven en la disyuntiva de asegurar su comida, o de sacrificar esta para poder pagar las facturas de los servicios públicos de manera religiosa.

El origen de la caótica situación, hoy salida de madre, respecto a los montos impagables de tales servicios, más allá de los distintos artificios y vericuetos tecnológicos con los que pretenden justificarse, se remonta a la época de los años 90, cuando durante el gobierno de César Gaviria y su séquito de economistas paridos de Harvard, se dio por trazar su línea de gobierno con la eufemística denominación: “Revolución Pacífica”, tal como llamó su Plan Nacional de Desarrollo, que no fue otra cosa más que imponer, a raja tabla toda, en términos prácticos, las políticas neoliberales, que en su más genuina versión significan privatización de todo lo público, bajo el supuesto de que el Estado es ineficiente.

La práctica del neoliberalismo económico en Colombia ha presentado situaciones aberrantes, aún sin resolver: como la entrega a particulares, con fines de lucro, de bienes y servicios de carácter estratégico, como la generación de energía, los servicios públicos domiciliarios (obligación garante del Estado), el campo electromagnético, las vías primarias a través de peajes, los puertos aéreos y marítimos, la salud, la banca oficial, todo ello bajo condiciones monopólicas u oligopólicas y con cero riesgo para los inversionistas, al punto de mantenerles sus ingresos estimados bajo la figura del “equilibrio económico” durante el tiempo que dura cada concesión, para que el Estado les responda compensándoles sus pérdidas, así sean de responsabilidad de ellos por sus ineficiencias técnicas, como sucede, especialmente, con el servicio público de energía.

Los grandes capitales privados se tomaron la economía estatal, y a partir de la privatización no habrá ruego posible que sensibilice a los dueños de un negocio, concebido solo para obtener utilidades, frente a la trágica disyuntiva que implica que sus clientes dejen de proveerse de lo básico para su subsistencia, mientras primero procedan a pagar los servicios públicos de forma puntual, lo que al final se constituye en caldo de cultivo para un próximo estallido social.

Pero un gobierno de izquierda está obligado y debe apostarle al único antídoto para desterrar las perniciosas consecuencias de la política neoliberal, y este no es otro que volver a la estatización de lo que siempre fue público, sobre todo, de los servicios, que por eso su nombre de público, porque lleva ínsito el componente de bienestar a toda la población, más allá de las posibilidades de que esta cuente o no con los recursos para proveer su pago.

Pero más ha podido el estigma o pavor a que se le tilde de expropiador y, de paso, del infundio de perpetuador del poder, asesino de la democracia, cuando la única verdad es que frente a los servicios públicos no se puede hablar de expropiación, por que es obligación de todo Estado garantizar su adecuada prestación, lo cual resulta incompatible cuando los mismos se encuentran en manos de quienes priorizan la utilidad antes que la prestación del servicio mismo. La verdadera expropiación de los gobiernos con vocación de perpetuidad en el poder se predica frente a los medios de producción y no respecto a las indelegables obligaciones, como la de garantizar la prestación de un servicio a precios justos.