EL  JUEZ DE LA HORCA 

Walter Pimienta.

Por Walter Pimienta

No hay  un  viaje  malo,  excepto  el  que  te  lleva a  la  horca.

 No  siempre  los hombres  y  mujeres  de  buena voluntad, fama  y parecer, por  allí  no pasaron; también  les  tocado.  Dios  no  creó a sus  hijos  para  el mal ni las  madres los  paren  para eso.  Algunos,  tomando el camino equivocad,  con  el  Cristo   de espalda, allá,  en  la  horca  terminan colgados;  tanto  aprendices  del  mal  como  expertos  y  veteranos en  el  delito,  las  fechorías  y  los desmanes.

Y  entremos  al  coctel  de hoy. Los  jueves, a mediodía,,  en  la plaza del  pueblo eran  las  ejecuciones.  El  cura  iba,  subía  al  entarimado de  madera,  confesaba  y daba  la extremaunción  al  reo y al  de la penuria,  subido en un  banco inestable,  el  verdugo  de  capucha negra,  le ponía  la  soga  al  cuello.  Este,  al que  van  a colgar, lo acusan en  tal  ocasión   de  haber  matado a  un  hombre;  pero en  el  juicio  nunca lo  confesó.  Testigos  en su  contra  lo atestiguaron.  Los  mismos, a su modo, lo  contaron.

El cura,  de  sotana  negra, con  el  Cristo  en  la mano, no  logró desahogarlo.  El  reo  solo  besó la cruz  dijo: 

-Sagrado  Corazón  de  Jesús, en  vos confío.

Que  había  estrangulado a  su víctima,  decían los reunidos  en  la plaza. Que  no  fue  el,  decían  otros.

Era  un hombre  como de  25  años,  barbado  y  de  mirada  adusta. Vivía de  tejer  y  vender  cestas.

El jueves  anterior, habían  colgado a uno  que  acusaban  de haberle cortado la  cabeza y  los  genitales a otro por  venganza.

La  madre del hombre a ejecutar,  presente  en  el  lugar, lloraba desvanecida  en  el  hombro  de una  hermana suya .

Su  hijo,  con la mirada, la  buscaba  entre el  gentío con  una  mirada  de  triste  despedida. Tenía  la  muerte  por dentro.  Nunca  le  contó a  ella lo  que  le  pasaba.

Por  orden  del alcalde, para no  estar  trayendo  y  llevando a la  incómoda   horca a  su lugar  de guardado, se dispuso  dejarla armada en  la plaza. Y los que  por  allí  pasaban,  rumbo  al mercado de las  carnes y  las  yucas,  con  aire de  terrible  muerte la  miraban poniendo  cara  de espanto y  se persignaban.

No  quiero  seguir escribiendo.  No  me  da  la  gana. Le  llegó  su hora. Intervenga.  Deje  la pasividad. Hágase  usted  el  resto de  la  historia.  Diga a su  modo  que el  reo  tenía  mujer  e hijos.  Que  el verdugo  era  giboso (suelen serlo en estos  casos).  Describa  lo  que  sentiría  su  persona si  un  día cualquiera le  ponen la soga  al  cuello.  Diga que e l  culpado,  pensando  en  lo  que  le harían,  tenía  tres días que no  comía inquieto además porque se  imaginaba  que lo  envenenarían. Apunte  que ese  jueves  que  le  tocaba,  llovió  todo el  día y  que la  ejecución quedó aplazada  para  el  otro  jueves. Usted verá si a última  hora,  salva  o  no  al  condenado.  O  si  considera que este,   ayudado  por  un hermano gemelo,  escapándose de  la  cárcel,   huyó  del  pueblo entre las  sombras de  una  noche  tempestuosa. Le  doy  todas estas licencias  y  más…todas.  Yo, mientras, me  detengo  aquí  en  el  acierto  o  el desacierto de encontrarle o  no   un  final  a  este  relato nacido de  lo  que una  vez ,  en  cine,  vi  en el  Teatro  Montecristo de  mi  pueblo.

De aquí  en  adelante, no  diré qué ocurrió al  culpado. Nada  más recuerdo  que,  al partirse la  cinta que proyectaban,  en  medio  del  olor  a humo de celuloide quemado, en  la pantalla amarillenta,  lo  último  que le  vi a este fue una  irónica sonrisa. Y  que,  vueltos  a  la  realidad, los presentes en  la sala, prendidas las  luces,  escuchamos  la voz del  operario de  apellido  Aguilar,  diciendo esto   por los parlantes:

Atención. Atención. Lamentamos la  interrupción. No  bote  su  contraseña. Continuaremos  mañana sin  falta  la proyección  una  vez  superemos  y  compremos  a primera  hora  en  Barranquilla  el  obturador  giratorio del  proyector  que se  nos dañó. Esperamos  su  comprensión y  favor  no  conspirar contra las sillas.

Y  con  una rechifla del  diablo,   que  iniciara  “Vicente  Mazamorra, uno de  los  mejores chifladores  del  pueblo, mascullando palabras  de  agravio y  de  grueso  calibre,   a nuestras casas nos  fuimos quienes  esa vez   quisimos ver “El juez  de la  horca”. Aquella en  la  que,  el  bonito de Hollywood,  ‎Paul Newma,  hasta  la  hora  del  percance  del proyector,  estuvieron  a punto  de  mandar  al papayo.

De mi  parte,  chau,  gracias por  haberme leído a medias como  a medias quedé  viendo esa  noche la  mencionada  película. Les  agradezco acaben ustedes  el  cuento y cuéntenme su  desarrollo porque al  día siguiente yo  no  fui  al cine.

Había perdido la  contraseña

Disfrute  la  lectura con  este tema musical  pulsando  este  enlace https://youtu.be/cDKzdngu33I