Por Walter Pimienta
La torre de la iglesia del pueblo no tiene reloj. Nunca se lo han puesto. La hora la conocen las personas que por allí pasan, mirando antes la posición del sol y de las sombras.
-Tiene horas inmóviles- decía Romelio en su mundo de cosas- o detenidas. Identificadas en estos repetidos como:
– “Son como las tres de la tarde “.”Parecen ser como las once de la mañana”, haciendo cálculos aproximados. Era el decir de muchos-
Las Perales de la plaza, por costumbre, tienen la puerta de la casa cerrada para que por estas no les entre el polvo que les estropea los muebles y las sillas, allí tampoco entra el tiempo que sigue de largo y solo, sin compañía de nadie, y que se desplaza por las calles y callejones detrás de espejismo fugaces o lentos que dicen “apúrate que es tarde” o “todavía es muy temprano, vamos después”.
Las Perales, por hábito y voluntad propia, barren la plaza del pueblo desde las cuatro de la mañana. No gustan del polvo y con llave cierran la puerta desapareciendo tras de esta como si se desvanecieran para siempre.
Cuando llueve por la madrugada, las hermanas Perales no barren la plaza y ni dan señales de estar despiertas. Silvestre, el sacristán, ordenado por el padre Hernández, aprovechando un receso, toca las campanas para misa de seis, estas se escuchan abruptas y las Perales, cómodamente sentadas en sus sillas de mimbre, tomando un café recién colado, recitan cada una un padrenuestro. Ellas son cuatro,
Las demás puertas de las casas del pueblo sí se abren Por la de la alcaldía entra don Arturo, el alcalde, amparado por un periódico abierto que, con sus manos extendidas hacia arriba, le cubre la cabeza. Unas palomas, con el sonar de las campanas, salen de la torre y revolotean la iglesia. En uno de los palos de almendra donde la tarde anterior amarraron un toro que, en la madrugada, con permiso legal matarían para el expedido público, quedó su última deposición de estiércol haciendo en el suelo una figura de pájaro en vuelo.
-Qué pensarán los de la calle- se preguntan las Perales.
-Que hoy no barrimos- dice la mayor. – sin que a estas les desaparezca la sensación de aseo que cada mañana, a punta de escobas, le dan a la plaza.
Silvestre busca entre los bolsillos de su camisa un cigarrillo y unos fósforos. Antes de misa acostumbra fumarse uno a escondidas del padre Hernández,
-Están despiertas, pero encerradas- se dice.
Arriba el cielo empieza a ser azul.
El sacristán percibe el olor a café.
Quiere decirles que ya escampó, pero se abstiene. Las Perales, cuando llueve no barren la plaza tienen miedo a los rayos y se acuerdan del día en que una centella, de cuajo, tumbó la torre de la iglesia.
Silvestre se pone el cigarrillo en los labios, lo aspira dos veces y suelta el humo, es cosa de todos los días. Fuma desde los quince.
Una puerca callejera, aparece en escena, está parida, hociquea el suelo en busca de frutas secas, las almendras de los árboles del parque. Va seguida por doce cerditos que cría. Toda la plaza empieza a ser horadada. Mañana las Perales tendrán bastante trabajo.
…Y faltan los estragos que harán los muchachos que, por la tarde, j allí, al estar en vacaciones escolares, juegan fútbol y beisbol…
Las Perales, sentadas en sus sillas, se cubren las piernas con sus toallas cada una; sienten frío. El barrio despierta. Bajo la luz opaca de la lámpara de gas kerosene que cuelgan en un alambre en forma de gancho en mitad de la sala, una se suelta el cabello y se acuerda de su belleza. Lo tiene crecido, compensando en el agua de ceniza conque se lo baña. Las cuatro son solteronas.
Así sentadas y calladas, las Perales parecen mujeres de película mexicana, de esas que, en la pantalla del Teatro Montecristo, vestidas de luto, salen tristes.
Les espera el camino de los mil oficios del día.
Suenan por segunda vez las campanas llamando a misa.
-Habrá que llevarlos a empujados- dice una de ellas- se refreía a los feligreses.
Afuera el alcalde es la única presencia humana en la puerta de la alcaldía. Está allí circunspecto y perínclito para que los que pasen, sepan que él es el alcalde y nadie más.
Las Perales saben por dónde empezar el orden del día. Cada una hará su oficio- En esto son rápidas y metódicas ganándole tiempo al inexistente reloj de la torre de la iglesia que sé quedó colgado en la suma de todos sus “parece que son las dos” o “Ya son como las cinco”.
De pronto, un grito mañanero, claro y limpio, se escucha.
-!Bollooooooo! !Bollooooo de mazorcaaaaa!
Es un muchacho que, llevando un platón de ellos en la cabeza, esto pregona.
-Soñé anoche que caminaba sobre las aguas- dice la mayor.
-Fue la lluvia- le contestó la menor.
El de los bollos, se para a la puerta de la casa de las Perales, toca dos veces y, alargando la voz, dice:
-Compran bollo.
Adentro el silencio es eterno. Las Perales no precisan comprar bollos porque hoy le toca hacer las arepas a la segunda, en tanto las otras tres barren, lavan platos, lavan la topa, trapean y ordenan por vicio lo ordenado.
…Y el de los bollos no insiste más y se va con su grito a otra parte.
La puerca con sus doce felices cerditos se revuelca en un charco que dejó la lluvia.
-Van a ser como las seis y media de la mañana- dijo una de ellas en el reloj inexistente de la torre de la iglesia.
Un perro se acerca a la casa de las Perales, levanta la pata y se orina.
Las Perales quitaron la manta blanca con que cubrieron el espejo de la sala en la creencia de que estos, cuando hay tormenta, atraen los rayos.
La plaza y el parque están enchumbados, en tanto en el lodazal donde la puerca de los doce cerditos parece empleada pública empeñada en revolverlo todo, ahora hociqueando por allí y por acá, desdibuja el orden y el aseo que las Perales voluntariamente la deben a esta.
El perro feliz, volvió al sitio, se cagó y se orinó por segunda vez.
La misa tuvo tres feligreses sin contar a las cuatro mujeres del coro. Pasan las vacas de Gilberto y las de don Carlos. En su burro, al monte pasa Baltasar. Un camión rumbo a la ciudad deja la huella de sus llantas y el entorno es casi un chiquero porque de madrugada, cuando llueve, las Perales no barren la plaza.