La Pelotera: El Carnaval nunca muere

Por: Moisés Pineda Salazar

Somos, pues, parte en esta batalla perpetua entre la austeridad y los placeres donde se tienen como símbolos, los alimentos. ¿Comprende, su Reverencia?

Eso lo sabían en Barranquilla.
Tanto así, que la última fiesta de máscaras se celebraba en la noche del Sábado de Gloria, después de la Vigilia Pascual.
O las hacían el Domingo de Resurrección, respondiendo a las tradiciones cristianas del medioevo en las que se sustentan las fiestas de las carnestolendas barranquilleras, previas a los tiempos de la Cuaresma.

En ese día, en Barranquilla se armaban mascaradas conocidas como bailes de “La Piñata” al tiempo que la Cristiandad Universal celebra la Resurrección de Cristo quien se levantó triunfante al tercer día del sepulcro, luego de haber sido muerto y crucificado por los romanos; sepultado siguiendo los rituales judíos usuales en las vísperas del Sabbath y colocado en un sepulcro abierto en la roca viva.


Los que menos tenían con qué, aprovechaban la fecha para hacer paseos juveniles a los montes vecinos, que los organizaban con el objeto de “Romper la Olla”.
En tales excursiones se hacían y deshacían, empezaban o terminaban, compromisos y relaciones sentimentales y, cuando menos, se generaban consejas y chismes que eran la comidilla vecinal, las habladurías de las trotaconventos y cualquier incidente era motivo para que el Maestro Ángel María Camacho y Cano compusiera piezas musicales como “Calentándose va”, que era ludibrio para los implicados, escándalo para beatas y diversión para los festejantes:
El chócoro de ella está (bis)
Ya está puesto en el fogón (bis)
Y si le echo carbón, en pocos segundos va y se me pone a hervir.
Prepara la taza, tenla ya lista no se te vaya a hervir.
Calentándose va, calentándose ya.
Derramándose va, derramándose ya.
Así también mi mujer (bis)
Se calienta por saber (bis)
Que yo soy el hombre que, en esta casa, debe bien o mal decidir.
Por eso yo tengo este garrote, no se me vaya a hervir.
Calentándose va, calentándose ya.
Derramándose va, derramándose ya.

Y no era que se estuviera festejando la resurrección de Joselito, haciendo con ello un sacrílego e insultante símil entre Jesús y este de quien se dice que es el mismísimo carnaval.
Por eso el joven Cura Doctorado en el Pio Latino Romano, controvertía con el anciano párroco de San Nicolás que, tal como correspondía a un cura de misa y olla, pedía que se prohibieran los bailes en La Cuaresma.
Lo suyo eran las reses en pie, o muertas, convertidas en canales, pegantes, cueros, cuernos, huesos, sebo y tasajos. De eso sí opinaba con tino pues solo de eso sabía ya que de eso vivía.
Discúlpeme Usted Padre, su Merced debe recordar que Don Carnal ha formado una primera línea en la batalla contra Doña Cuaresma con cerdos, gallinas, perdices, conejos, capones ánades, lavancos y gordos ansarones y en las tropas de asalto los barranquilleros enlistaron el chicharrón, la carne salá y la butifarra y, muy a disgusto suyo, el mondongo, los bofes y la chinchurria.
Mientras que Doña Cuaresma, lo ha hecho con gambas, erizos, langostas, pejegatos, belugas, y salmones; sardinas saladas, pulpos, cangrejos, anguilas y truchas. Y, para mantener su neutralidad en el conflicto los de aquí le han sumado como conscriptos a este ejército cuaresmal el chipichipi, la lisa y el bagre secos; el caracol, el calamar, la jicotea, la doncella, el bocachico y el jurel.

Así iniciaba su esfuerzo el Señor Doctor, de esos que tiene la Santa Madre Iglesia, para explicarle a su provinciano colega de mucha edad y escasas letras, que aquellos bailes cuaresmales, y el de “La Piñata”, reflejaban la conformidad de la tradición barranquillera con el texto que Don Juan Ruíz, el Arcipreste de Hita, deja en su “Libro de buen Amor” a través de la metáfora del matrimonio incompatible, mal avenido, dispar, pero, al fin y al cabo, indisoluble, entre Don Carnal y Doña Cuaresma que dirimen sus desavenencias y hacen sus guerras a través de la comida.
Doña Cuaresma ha encontrado dormido a Don Carnal al amanecer del Miércoles de Ceniza, víctima del vino, acompañado por su guardia personal de tasajos de carne salada, patos ahumados, chorizos, salchichones, costillas de carneros, cabritos y lechones y, de gran ímpetu ella llena, abrazóse con él y lo derriba en la arena.
Vencido, lo deja al cuidado del Obispo quien, en nombre de las tradiciones bíblicas y rabínicas, de las costumbres de la Sunnah y de las Leyes del Corán, lo somete a una rigurosa dieta de aceitunas, lentejas, alcachofas y otros vegetales, como si Moro fuera, bebiendo del aire y no del vino.

El anciano cura saca una botella de cristal de Murano en la que guarda el aguardiente que él mismo destila para su uso y le brinda a su colega, doctorado en Roma, una abundante y generosa cantidad de aquel licor que no merece tanto cuanto le ofrece aquel vaso de cristal de Bohemia que en número de seis le obsequió su vecino de tierras en el Camino de Soledad, el “asimilado” exgobernador Alberto Renaldo Osorio Donado.
El Ilustrado Sacerdote continuó poniendo en noticias a su audiencia sobre que Don Carnal no moría, tampoco resucitaba. Tan solo esperaba el tiempo para abandonar la cama.
En tanto, Don Carnal aprovecha el tiempo de su ausencia, la tregua cuaresmal, para recuperar las fuerzas, reír y engordar desde la cama.
Plenamente recuperado, Don Carnal se escapa de la prisión en las vísperas del Domingo de Ramos y en compañía de sus mejores amigos: Don Amor, Don Almuerzo y Doña Merienda, dicta su advertencia de:
“Nos, Don Carnal fuerte, que mata a toda cosa, reto a la Doña Cuaresma, a tí, “flemosa” que, enflaquecida, magra, vil, muy débil y sarnosa, temiendo a resultas del combate la muerte o la prisión”.
A lo que ella responde diciendo a Don Carnal, como si en ella estuviera la misma fuerza de Los Cruzados que junto con los ejércitos de La Jihad, y la de Los Macabeos, redivivos, recorren el mundo conocido en un ejercicio de purificación de las costumbres pervertidas que, según ellos, inficionan a los Cristianos, a los Judíos y al Islam en aquellos tiempos de La Edad Media:
“Tú que me aguardas, quizás sin mi te quedes, pues no todo pardal viejo cae en todas las redes. Del sábado en la noche salto por las paredes y de pasar la mar atiendo la intención pues de ir a Jerusalén he hecho promisión”.

El Cura de San Nicolás mira por encima de sus gafas al joven doctor que recién ha llegado de sus estudios en Roma gracias a una beca que le concedió el Doctor Rafael Núñez, a ruego de Doña Soledad Román quien, además era miembro de la Logia Femenina “Estrella de Oriente”, de Cartagena.
Mientras escancia un nuevo trago piensa para sus adentros.
Este mundo anda loco.
La barragana del entonces Presidente, además de ser dirigente de la Masonería, promueve y financia la formación de curas en la misma Roma. Eso solo pasa entre nosotros, aquí en la Costa.
Solo Dios sabe si este curita que es tan vehemente en lo que dice y que defiende estas bestialidades de hacer bailes de mascarada en los días de Cuaresma, es un miembro de esa Sociedad Secreta condenada por el Papa en su Encíclica “Mirari Vos”.

El joven y recién inaugurado presbítero, creyendo adivinar el pensamiento de su envejecido colega, continuó explicando cómo, importándole bien poco toda aquella restaurativa pretensión salvífica de Doña Cuaresma, el Domingo de Resurrección, Don Carnal arma nuevamente su jarana:
“Víspera era de Pascua, abril casi pasado,
el sol había salido y el mundo iluminado.
Circuló por la tierra un anuncio sonado:
que dos emperadores al mundo habían llegado.
Estos emperadores Amor y Carnal eran;
salen a recibirlos cuantos a ambos esperan;
las aves y los árboles hermosos tiempos agüeran,
y los enamorados, más que nadie, se esmeran”.
Así seguirán hasta el próximo jueves, siete días antes del siguiente Miércoles de Ceniza, cuando se exacerbarán la alegría y el desenfado llenando el tiempo y el espacio del carnaval.
Somos, pues, parte en esta batalla perpetua entre la austeridad y los placeres donde se tienen como símbolos, los alimentos. ¿Comprende, su Reverencia?

Han pasado algo de dieciseis años desde entonces y al igual que aquellos días, y más atrás, por estos se saben, se critican se explican y se practican las infidelidades, la alcahuetería y el celestinaje.
Como siempre, y al mismo tiempo, todos dicen tener el vademécum para sanar esos males del corazón y de la entrepiernas, así como las fórmulas para evitarlos según la prédica de un clero licencioso, el ejemplo de monjas embarazadas, de imanes y de rabinos borrachos que, no por ello dejan de tener razón en lo que dicen y recomiendan a un mundo que cambia de disfraz y de talante.
A luz del sol, hacen días de ayuno.
Lucen capirotes, llevan cirios; se dan de azotes con sus cíngulos; visten sayales, ciñen sus lomos con cilicios y se echan cenizas en la cabeza.
Llegada que son las sombras vienen las noches plenas de hartura, lujuria, desnudeces y placeres.
Por eso, su Reverencia, la conclusión que surge de todo este antruejo, es la de que durante el tiempo de La Cuaresma, en nuestra tradición barranquillera el Carnaval no muere pues, como Don Carnal, bajo el ojo avizor de la autoridad religiosa se cuida, espera y recupera fuerzas para resurgir victorioso el Domingo de La Resurrección, aprestándose desde ya para el nuevo combate ritual en respuesta al desafío que Doña Cuaresma volverá a hacerle siete días antes del Miércoles de Ceniza del año próximo y, así, repetir eternamente el ciclo de cuarenta días de descanso por trescientos veinticinco de diversión. ¿Me entiende Su Reverencia?

El Cura de San Nicolás aquella mañana de Martes de Carnaval del novecientos dieciocho, se caló su sombrero de Suaza, tomo el zurriago, montó en coche de alquiler y le ordenó a José, el cochero del guacal en el que se desplazaba, que lo llevara hasta sus fundos en Soledad:
Vámonos que, si eso es lo que enseñan en Roma, mejor siempre será el San Carlos Borromeo de Cartagena.

A la altura del Matadero, sin saber cómo ni cuándo, Nicolás Ariza, vestido de mujer y llevando un muñeco de trapo, saltó al carruaje y a grito destemplado le rogaba al Cura:
Padre, bautíceme el pelao que su cochero es el pae… Ay Jose, Ay Jose….

El cura enrojeció por la rabia que le producía el irrespeto de pedir sacramento para un muñeco.
Jose moría de la risa.