Se calcula que en Colombia más de 15 mil menores engrosan la estadística de explotación sexual infantil de acuerdo a cifras recientemente divulgadas por el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas –Dane; este dato concuerda con el suministrado por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar –Icbf-, según el cual a la fecha se contabilizan en solo el Atlántico y Barranquilla más de 60 casos, de abuso sexual –hay que enfatizar que la explotación sexual está inmersa en el delito de abuso sexual en menores–.
Pero lo más preocupante es que la mayoría no son denunciados, pues muchos menores ejercen la prostitución en centros clandestinos, lo que hace suponer que la cifra de pequeñas trabajadoras sexuales puede superar dicho número.
De la prostitución –que se conoce popularmente como la “profesión” más antigua del mundo– se tienen referencias históricas de prácticas relacionadas con esta actividad en las más remotas culturas, a partir del cristianismo se le considera como un mal necesario, criterio que hoy en día es conservado por la sociedad capitalista. En la legislación colombiana está tipificado como delito, la trata de personas y la corrupción de menores.
Como sabemos, sus causas son muy complejas, en ellas priman factores psicológicos y sociales, sobre todo los económicos y aunque todas las naciones del mundo se han fijado tareas tendientes a que su práctica no se generalice por problemas como el desempleo, la verdad no es mucho lo que se ha logrado, antes por el contrario el flagelo crece cada día que pasa, tomando otros matices como la que incluye a menores de edad.
En la mayoría de las legislaciones del mundo no es considerada un delito, aunque algunas de sus actividades conexas sí reciben sanción penal.
A nivel internacional, se persigue y castiga la trata de blancas, entendida como el tráfico de mujeres entre países para “aprovisionar” los prostíbulos.
Pero si bien todo caso de prostitución es preocupante, el tema que más nos debe doler es el relacionado con la prostitución infantil, que en la mayoría de los casos es consentida incluso por integrantes de la misma familia.
Es lamentable lo que sucede con nuestros niños, pero lo más digno de lamentaciones es que las políticas estatales tendientes a minimizar este flagelo sean prácticamente nulas.
El Icbf y la misma Fiscalía General de la Nación, cuentan con grupos especiales que se ocupan del tema para efectos de descubrir casos, brindar protección inmediata y judicializar a los responsables, algo que merece el aplauso, pero que no es la solución de fondo, sobre todo si estamos hablando de casos consumados, de niñas que ya fueron afectadas física y psicológicamente.
Lo que hoy se necesita en el país es una verdadera campaña de educación y concientización que evite que más niñas caigan en estas redes pederastas.
Al respecto, además de las campañas preventivas es necesario que en Colombia y todas las naciones del mundo penalicen con muchos años de cárcel este delito y que se considere más agravante cuando se compruebe que los infractores utilizaron niñas para estas aberrantes prácticas. Pero tal vez lo más importante es la solidaridad social y moral de denunciar los casos que se conozcan.
Este debe ser el inicio de un proceso que nos debe comprometer a todos y que tiene como objetivo preservar la salud física y mental de nuestras niñas, el futuro de nuestra sociedad.