Por: Daniel González
Por todos es sabido, que la familia es la base fundamental de cualquier sociedad. Pero lo que pocos saben, es que es también la institución social que más se ha transformado en los últimos 50 años en el mundo occidental. Hace algunos años, las familias eran profundamente autoritarias, patriarcales y hasta machistas. Durante siglos, reprodujeron modelos tradicionales y perpetuaron valores conservadores. El padre imponía la autoridad y la madre el afecto, en tanto hijos e hijas no tenían opción distinta que obedecer. La comunicación con el padre era fría y distante y, por lo general, estaba mediada por la madre. De ahí que la sociedad occidental haya evolucionado, sobre todo en los últimos 20 años, hacia familias hiperprotectoras y permisivas con los hijos, educando y moldeando modelos «negligentes» en los que ya no se fijan límites y que hace que los jóvenes crezcan “sin motivación y con un sentido de la responsabilidad cada vez menor», según expuso, en 2006, el psicólogo Giorgio Nardone, fundador y director del Centro de Terapia Estratégica de Arezzo, en Italia.
Todo comenzó a cambiar con la revolución contracultural cuya aparición se remonta a los años transcurridos en la década de 1960, el movimiento hippie, la conquista de los derechos de las mujeres, junto a la píldora y la liberación sexual que la acompañó. Hasta ese momento, el divorcio era ilegal y se sancionaba socialmente. Se estigmatizaba a quienes lo practicaban. A partir de los años 70, de manera bastante generalizada, las parejas se separan y reconfiguran. En Estados Unidos, por ejemplo, dos de cada tres parejas lo han hecho y en América Latina, por lo menos una de cada tres. En Colombia, para 2015, una de cada tres mujeres, de más de 40 años, había tenido dos o más uniones matrimoniales, según lo estableció el DANE en una Encuesta Nacional de Hogares, realizada en 2015.
Estos cambios en la estructura de las familias, han generado también una profunda transformación en los estilos de autoridad y en la formación de los hijos e hijas. Hoy, me referiré exclusivamente a uno: la aparición de familias en las que la autoridad ya no está centrada en los padres, sino que ha sido trasladada, sorpresivamente, a los menores. Los hijos adquieren plena potestad para juzgar, actuar y decidir, en todo momento, lugar y circunstancia, diluyendo así, completamente, los límites y la autoridad en el hogar. Ellos toman hoy importantes decisiones sobre con quién estar, a dónde ir, qué hacer, a qué hora llegar o cuándo estudiar, independientemente de la edad que tengan. Es un fenómeno reciente en el que están involucrados un buen grupo de hogares de los estratos medios y altos en la sociedad. Curiosamente, siguen siendo familias autoritarias, pero en este caso quien impone la voluntad no son los padres, sino los hijos que actúan plenipotenciariamente, en algunos casos, casi como dioses.
Como si no fuera suficiente con las debilidades de nuestro sistema educativo, aparece de manera oficial un nuevo problema que cada día toma más fuerza, convirtiéndose en una gran preocupación para las instituciones educativas, tanto públicas como privadas. Se hace más frecuente escuchar comentarios relacionados con la poca, y a veces nula, participación de los padres, las madres o acudientes en los procesos de acompañamiento formativo y educativo de estudiantes, quienes a diario viven una disyuntiva nada despreciable. Por un lado, responder a los niveles de exigencia que les impone el plantel educativo al que están matriculados; para aquellos que buscan la excelencia académica y, por otro, la ausencia de parámetros de comportamiento: ausencia justificada en un supuesto cambio de época que exige unas nuevas y abiertas relaciones donde la autoridad quizás adquiere una valoración más bien relativa en los hogares.
Una de las claves para entender las familias permisivas es que la prioridad y el sentido de vida de los padres ya no están centrados prioritariamente en los hijos. Padres y madres tienen ideales propios que los llevan a ampliar sus estudios y sus propios proyectos de vida, muchos aplazados por el hecho de haber sido padres a edad temprana. Se trata de una sociedad más orientada al trabajo que al núcleo familiar. Los padres permisivos dedican poco tiempo a sus hijos y, para remediar esta debilidad, les permiten hacer lo que quieran. La falta de afecto y comunicación la intentan compensar con regalos, libertad de elección y ausencia de límites. La finalidad del padre o la madre permisiva, es buscar siempre, y en todo lugar, la supuesta felicidad del niño. Se consideran amigos de sus hijos. Lo que no se dan cuenta es que sus hijos ganan un amigo o amiga, pero pierden al padre o a la madre que es lo que más necesitan.
De pequeños, estos niños aprenden que sus padres sufren cuando ellos hacen pataletas en público y saben que esta es una estrategia muy eficiente para imponer su voluntad. Logran sus objetivos a punta de berrinches y manipulación. Estos padres no son conscientes de que están formando pequeños tiranos que muerden, maltratan, insultan e imponen su voluntad mediante el chantaje afectivo y que esos comportamientos ha de llevarlos a la escuela. A mediano plazo, estos hijos les reprocharán a sus padres cuando no cumplan con las obligaciones que los padres mismos se han autoimpuesto al no poner ningún límite. Es muy común que abandonen o maltraten psicológica y emocionalmente a sus progenitores. En cualquier caso, se reproducen las consecuencias del autoritarismo, pero ahora ejercido desde los hijos hacia los padres. Como dicen por ahí: “los pájaros tirándole a las escopetas”.
Los hijos de padres permisivos son fácilmente reconocibles en los colegios, porque estos niños tienden a ser rechazados por sus compañeros. Ellos nunca aprendieron a escuchar, dialogar o consensuar. Sus padres no les enseñaron a convivir y a pedir la palabra. Tampoco los formaron para compartir sus juguetes o respetar las reglas. En sus hogares siguieron siendo pequeños reyezuelos. Son niños sobrevalorados por sus familias. Es por eso que sienten que son ellos quienes deben decidir las condiciones de los juegos y de las actividades. Es más frecuente que sean hijos únicos, pero si no lo son, actúan como si lo fueran.
Los hijos de padres permisivos tampoco generan empatía con sus profesores porque son excesivamente demandantes, se saltan las filas y pretenden que las normas se acomoden a su voluntad. Son caprichosos, se esfuerzan poco y, en general, desarrollan muy baja tolerancia a la frustración. Estudios desarrollados por el ICFES, nos permiten concluir que los hijos de padres permisivos en promedio alcanzan 15 puntos menos en sus pruebas SABER 11. Es comprensible, porque son niños que se esfuerzan poco. No hay que olvidar que el aprendizaje es un proceso de reestructuración, de lucha entre los aprendizajes nuevos y las ideas previas. Por eso, exige mediación, dedicación y trabajo: ¡Sin esfuerzo no hay aprendizaje!
Los padres autoritarios forman hijos tristes, obedientes y de personalidad débil. Por el contrario, los padres permisivos forman hijos sobre seguros, insensibles, poco empáticos y con grandes dificultades para convivir con los demás. Los primeros sobrevaloran la disciplina y la autoridad, en tanto los segundos subvaloran la necesidad de poner límites. En los hogares autoritarios hay exceso de control, como hay carencia de límites en los hogares permisivos. En ninguno de los dos se cumple lo que recomendaba Platón: Dos excesos deben evitarse en la educación de la juventud, demasiada severidad y demasiada dulzura. La conclusión es clara: los estilos de crianza muy autoritarios o demasiado permisivos, no permiten formar a los ciudadanos que necesitamos para vivir mejor en sociedad. Tal vez tenía razón Winston Churchill, fallecido hombre de Estado y exministro británico, cuando decía: “La democracia es el peor de los gobiernos, exceptuando todos los demás”. Habría que agregar, que eso que decía también se cumple al interior de las familias. Al fin de cuentas, en los hogares se forman los ciudadanos que construirán la democracia del mañana.
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