Narciso Castro Yanes.
Sobre la corriente del río sanguinolento en que han convertido veredas y campos del territorio nacional, y en los torbellinos que deja a su paso, flota como boya la semántica utilizada por el gobierno en sus diferentes niveles, para disimular su incapacidad de poner orden y asordinar la grita de quienes sufren la desaparición violenta de sus hijos, hermanos, padres y amigos, que de seres vivientes pasaron a ser estadística necrológica. En los llamados a frenar el genocidio, las autoridades de alta escala creen cumplir su deber con discursos altisonantes, en los cuales emerge, no se sabe con qué fin, el cambio de nombre de las masacres, a las que el presidente de la República ahora llama homicidios colectivos, como habla de paz con legalidad y llama guachafita a los atentados en que pierden la vida campesinos, indígenas, policías y soldados, como cuando en una ocasión expresó con tono auspicioso: “¡Se acabó la guachafita!”, para aludir a la muerte del temible delincuente Walter Patricio Arizala Vernaza, alias “Guacho”, que hizo parte de la extinguida guerrilla Farc, autor de crímenes como el perpetrado contra los ecuatorianos Oscar Villacis y Katty Velasco, que creó tensión entre el pais de éstos y el nuestro, y por los que con razón o sin ella los deudos culparon al Estado colombiano por negligencia.
Ni remotamente siquiera se avizora en el firmamento nacional una política encaminada a frenar la violencia en zonas claramente identificadas, en las que después de cada masacre u “homicidio colectivo”, para guardar unidad con el eufemismo, llegan funcionarios y miembros de los cuerpos castrenses a dar el pésame y a realizar consejos de seguridad que de nada sirven, porque los cruentos hechos se repiten día tras día y que según las víctimas y observadores imparciales, obedecen a la falta de presencia del Estado como ente jurídico, con vías, acueductos, salud, escuelas, hospitales, asesoría técnica, créditos y no solo con armas, cuyo uso como última ratio es el extremo al que debe llegarse para reprimir atentados y amenazas a la comunidad. En los dos largos años que lleva el actual gobierno no se ha visto una sola obra de su inspiración que los ciudadanos debamos agradecer, sino anuncios rutinarios de planes y proyectos que a la ciudadanía no le reportan ningún beneficio, y el mensaje que con insistencia se le ransmite, para colmo, es el de que todos los males de la República son culpa de la administración precedente.
Sobre el gobierno se comenta “sottovoce” que tiene dos jefes, uno formal y otro material, y en forma de chiste de salón se lo compara en dos momentos con la pasada campaña presidencial, en símil con el candidato de entonces luego elegido, y lo que le ocurrió a un hombre feo y de baja estatura que se enamoró de una linda y espigada mujer, a la que se aproximó con piropos que la dama desdeñó con la expresión: “¡muy poco pájaro p´ mucha jaula!”. Aunque la persistencia del pretendiente lo llevó al triunfo, en la realidad de la vida conyugal la dura admonición de la preconquista quedó demostrada, pero como no diera su brazo a torcer, el hombre aceptó con resignación una aventajada coadyuvancia. La gente se confunde y cree que hay un mandatario nominal y otro real, que obra en función propia, personal, distinta a lo que los electores esperaban, que en vez de satisfacer el anhelo común hace lo contrario. Un ejemplo de eso podría hallarse en la deportación del narcoparamilitar Salvatore Mancuso de Estados Unidos a Italia, que deja la sensación de que en ello no hubo error sino algo de finalidad personal, contrario fatalmente a la memoria histórica necesaria para restañar las heridas infligidas a la sociedad a la cual se la priva del derecho a conocer la verdad sobre la autoría y la responsabilidad en los múltiples crímenes de lesa humanidad a los que el convicto estuvo vinculado, en connivencia con terceros de diverso origen, en los más crueles y sangrientos episodios que en el país se recuerden.
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