Existen pocas profesiones en el mundo, como la docencia, que son dignas de todo el orgullo para quienes las ejercen. Aunque no siempre supe qué quería ser en la vida, tuve claro que la opción que eligiera, tenía que hacerme servir a la humanidad y, por supuesto, transformarla en algo mejor. Y eso como profesor, al igual que los médicos y demás servidores públicos, es posible. La vida del buen docente es un ejercicio permanente de generosidad. Primero como profesores activos, en el día a día en nuestras aulas, en los pasillos del colegio con una mano extendida ante las dudas de nuestros estudiantes y luego, al llegar la madurez, cuando decimos que nos llega la hora de jubilarnos. En el tiempo que estamos en una escuela o fuera de ella se acrecentarán las huellas de nuestro paso por los caminos infinitos de la enseñanza, pero siempre seguiremos siendo profesores, siempre docentes.
El maestro es el responsable en el aula de formar a sus estudiantes. Es un luchador en la transmisión del conocimiento y el desarrollo integral. Es un constructor de valores, sentimientos y emociones. Es un Sócrates, un Descartes en busca de la verdad sin resquemores de ninguna naturaleza. El maestro explica, ilustra, capacita, enseña, instruye, forma y educa. Su escenario de acción es el aula física o virtual. Otrora, sus herramientas eran: la “tiza”, el “borrador”, la “pizarra”, los “cuadernos”, los “libros” y los lápices con su pigmento de grafito. Tiempos idos con el pasar de los años que recordamos con respeto y reverencia. Tiempos de nobleza y humildad. Tiempos de dignidad escolar, de retos y desafíos.
Alejandro Magno, el conquistador más grande de la Antigüedad, expresó alguna vez: “Estoy en deuda con mis padres por vivir, pero con mi maestro por vivir con dignidad”. Por eso, orgullosos de ser maestros, debemos convertir a los estudiantes en discípulos (seguidores) de la superación, del bien, de la bondad y de la grandeza. Seguidores de valores, de ejemplos, de paradigmas morales, de la familia y la democracia. Sin olvidar los principios permanentes de la justicia, la solidaridad y la libertad. Aun siendo una de las profesiones poco valoradas y remuneradas, si me dieran a elegir nuevamente qué profesión seguir, volvería a elegir ser maestro. Sólo el que ha estado al frente de un aula, a cargo de un grupo de estudiantes, ha experimentado y sentido lo gratificante que es ejercer esta profesión.
Tal vez no hay un ser más fascinante que el maestro. Cada quien en el mundo recuerda al menos uno que lo alumbró en la vida, que le ayudó a descubrir sus talentos, que supo leer lo que venía escrito en su ser desde el comienzo y lo orientó a seguir una disciplina, escoger una profesión, trazarse un destino. Esos seres generosos y reveladores tienen unas características comunes, y quizá la principal es la capacidad de descubrir el talento, de escuchar lo que verdaderamente dice el que habla, y descifrar, por las palabras o por los signos, la originalidad de un destino. Ser profesor es trasmitir a 20 o 30 personas un mismo mensaje, ser maestro es comprender que cada una lo recibe desde una sensibilidad distinta, desde una inclinación particular, y por ello exige una relación singular. En esa medida puede ser afortunado el que cuenta con un maestro personal, como Alejandro con Aristóteles, Diógenes con Antístenes o Simón Bolívar con el gran Simón Rodríguez, de modo que el discípulo termine siendo la principal lección del maestro.
Hoy, quiero hacer un homenaje a quien fue uno de mis grandes maestros en la universidad, mi mentor en esta aventura de escribir y quien ahora es también un gran amigo. Él es, el doctor Reynaldo Mora Mora, oriundo de Las Conchitas-Bolívar, costeño universal, destacado académico, experto en materia educativa y del derecho, y columnista de este importante diario, a quien quiero darle gracias públicamente, y en vida por supuesto, por sus enseñanzas, sus consejos y sus clases magistrales. Un hombre lleno de virtudes, de una sabiduría que yo igualo a la del rey bíblico Salomón y, sobre todo, de una calidad excepcional como ser humano. Gracias a mi maestro, hoy puedo escribir esta columna, que fue la antesala para constituirme en un líder de opinión frente a mis compañeros y amigos. Pero más le agradezco a Dios, y a la vida, por habérmelo colocado en el camino. ¡Lo respeto, admiro y lo quiero profundamente, profe!
No todo el mundo encuentra en la vida, los maestros que necesita. Pero por fortuna los maestros abundan, aunque nunca se sepa con certeza dónde están. A veces en el sistema escolar, a veces en el hogar, a veces resultan serlo nuestros amigos, y hasta puede resultar un gran maestro ese desconocido que pasa por la calle y suelta una frase que nos deja pensando. No sólo existe la academia: el mundo es esa gran escuela donde de pronto la revelación nos asalta. Todos sabemos de qué manera tan hermosa y frecuente la educación nos espera en los libros, donde, como decía Borges, uno puede encontrar no sólo a sus maestros sino a sus mejores amigos. Quiero decir que son grandes maestros los que abarcan todo el saber y transmiten toda la tradición, pero que también son grandes maestros los que critican esa tradición y los que se rebelan contra ella. En los momentos claves de la historia se cruzan esos jóvenes con miradas de ancianos y esos ancianos con alma de niños, y desbaratan el mundo.
Se ha discutido mucho sobre cómo mejorar la calidad de la educación, pero también habría que trabajar más profundamente el principio de que, para lograr una educación de calidad, se deben tener docentes que se sientan valorados y respetados en su profesión, ya que ser profesor es estar llamado a entregar un servicio profundamente social, tener el deseo de impactar en la vida de las personas, conjuntamente con las ganas de mejorar la sociedad.
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