Los carnavales no deberían ser un pretexto para pecar

En estos días me encontré con una persona conocedora a fondo del tema de los carnavales. Lo escuché con gusto durante más de una hora hablar sin parar de coreografías, comparsas y cumbiambas. Me hizo pensar que del carnaval muchos apenas sabemos nada; tal vez sólo lo que vemos en los desfiles, en los bailes y en los conciertos; o quizá también lo que tiene que ver con la espuma, la maicena, los picós en las verbenas, los cuatro días de rumba extrema y al final la muerte de Joselito con su respectivo entierro antes del miércoles de ceniza. Quien lo vive es quien lo goza y quien lo goza sabe que con Joselito muere el carnaval y con el carnaval mueren muchas cosas que en el fondo sólo duermen hasta el año siguiente.
De todo lo que contó “el experto” sobre el carnaval me llamó mucho la atención cuando dijo que la esencia de los carnavales eran los disfraces. Las personas, independientemente de su condición social, racial o económica se ponen un atuendo distinto, una máscara pintoresca, un traje llamativo, y dejan salir de sí algo que llevan escondido dentro que el resto del año debe mantenerse oculto pero que en carnavales puede dejarse en libertad sin tener que enfrentar ningún tipo de censura ni de restricciones. Recordé a los titanes de la mitología griega que debido a su peligrosidad debían vivir escondidos en el vientre oscuro de la tierra para poder mantenerse controlados hasta que, de vez en cuando, los dioses los liberaran y dieran a conocer su furia.
En carnavales algunos dejan en libertad a sus titanes, a sus demonios, a sus comportamientos oscuros y reprochables, al otro yo, hermano gemelo malo, para que en cuatro días de derroche, delirio y locura se despachen y hagan lo que quieran con la venia social antes de volver a guardarse en el interior de la mente, del corazón y de las tripas. Los carnavales se convierten en una oportunidad para el desahogo, en una catarsis colectiva necesaria para aliviar un poco las tinieblas represadas.
En este escenario, y desde esta perspectiva es completamente entendible por qué para algunas personas los carnavales se han convertido en un ambiente que brinda la oportunidad de alzarse la bata sin pudor. Sin embargo, la explicación no siempre es justificación y aunque sepamos el porqué de las cosas no significa que debamos aceptarlo sin crítica y sin revisión. Uno nunca, ni siquiera en carnavales, puede olvidarse de lo que es, de cómo ha sido formado, de sus profundas creencias y convicciones, de lo que ha conseguido con lucha y sacrificio. Una persona adulta, madura y equilibrada debe saber que tiene la obligación de responder por cada cosa que haga. La libertad exige dar la cara, pero la cara verdadera, la que se esconde detrás del antifaz. La coherencia es signo de autenticidad y ésta no acepta bajo ningún término la realización vergonzosa y circunstancial de acciones que empañen para siempre la esencia de lo que somos. En carnavales podemos disfrutar pero sin olvidar que la música, la alegría, la cultura son momentos privilegiados del compartir humano pero para los cristianos, las fiestas, los festivales y carnavales nunca serán un pretexto para pecar.