Ahora no lloro, pero lloré: Ahora mismo me pregunto para qué quieren nuestras vidas si no somos nadie. Nada, cero a la izquierda. Cero. Nada humano. Nadie debería parir, sobre todo las mujeres más pobres. no somos nada. Nunca lo seremos para ellos. Tres esquinas, Segovia, la Unión patriótica… y Dadeiba otra vez nos remueve el síndrome postraumático. La indignación, el dolor, la impotencia, la rabia. Y la vergüenza otra vez. Porque me sigo preguntando, para qué seguir siendo colombiano. Esta es una interrogación que trasciende lo baladí, la selección nacional de fútbol, la patria, la escuela, la bandera y el Himno nacional. Y si queremos, a Dios. ¿Dónde estaba esta deidad cuando los verdugos del ejército colombiano masacraban a la gente en lo conocido eufemísticamente como los falsos positivos? Ya no hay más corazón ni más instituciones, ni más gobierno, ni más discursos del presidente que nos devuelvan la esperanza. Nada nos conmueve más que las víctimas, que su inocencia oceánica, que el niño masacrado por los soldados para obtener unas vacaciones y dinero para la celebración de las mentiras. Nada indigna más que la indolencia de los gobernantes, que la displicencia de los militares, que la brutalidad del régimen. Y detrás de todas las masacres hay soldados generales que quieren pasar invisibles. Queda la escoria, los soldados hijos del pueblo, que ejecutan las órdenes. Pero todos ellos son los soldados de la patria, que asesinan a sus hermanos como el Esmad. O como ocurre en todas las guerras injustas, la de los monstruos que solo quieren el poder absoluto. Los ejecutores, sostiene Boris Cyrulnik en “Morirse de vergüenza” no son seres aislados porque: “… la palabra ejecutar para expresar la misión otorga al ejecutor una función de agente (cómplice) en un sistema vencedor.” El hombre convertido en una máquina asesina, en un robot que solo recibe órdenes perentorias, pero sin rebelarse. Porque la patria ha sido convertida en otro dios al que es imposible resistirse. De ahí el ritual de la sangre. Solo se va a misa a escuchar a los generales y punto. Ese es el dolor, la banalidad de los ordenadores y los ejecutores, que siguen la vida como si no hubieran hecho nunca el mal y van a misa y le rezan a dios y le piden cosas y siguen amando a sus mujeres e hijos y conversando como burócratas, lejos del bien y del mal. En eso consiste la banalidad del mal propuesto por Hannah Arendt. Hay que reflexionar sobre las órdenes y el poder para no perder la humanidad en el hombre. Boris Cyrulnik cuenta la historia de Félie, la hija del soldado que huyó de Italia por resistirse a asesinar a otros seres humanos. Ella como historiadora le tocó analizar la historia del oficial alemán que fusiló a 400 judíos gitanos y que él “A veces, por las noches, lo reconsideró.” Desde entonces Félie fue solidaria con su padre “por haberse cagado los pantalones y haberse negado visceralmente a asesinar a quienes eran sus semejantes.”
#DIARIOLALIBERTAD