El rey Nabucodonosor un día soñó con una estatua maravillosa, grande y bella. Tenía la cabeza de oro, los brazos y el pecho de plata, el vientre de bronce y las piernas de hierro. Se trataba de un ídolo imponente, magnífico y poderoso cuyo único problema era que tenía los pies de barro.
En el sueño del rey todo estaba bien hasta que de repente, sin que nadie lo propiciara, una piedra gigante desprendida de algún lugar desconocido, comenzó a rodar hasta chocar de frente con los pies de la estatua que, de inmediato, se derrumbó toda hasta quedar reducida a una montaña de escombros. Bastó un sólo golpe de una sola piedra para que se viniera abajo el ídolo.
Ese sueño le generó inquietud al rey quien de inmediato procuró a todos sus sabios, brujos y adivinos de su comarca para que le dijeran el contenido y la interpretación del sueño. Ninguno de ellos tuvo éxito; sólo el profeta Daniel consiguió con la inspiración de Dios lo que parecía imposible: contó al rey tanto el contenido como el significado del sueño. El profeta fue contundente en su interpretación y le dijo al rey en su cara que su reinado y su linaje tenían los días contados y por muy bello, grande y firme que pareciera su reino con el tiempo se desplomaría de igual manera como se había desplomado la estatua del sueño.
Esta historia está contada en el capítulo dos del libro del profeta Daniel y fue escrita para que se recuerde que lo que le sucedió a la estatua es es lo que sucede siempre con los ídolos, las imágenes, los proyectos, las instituciones, los gobiernos, las doctrinas, las familias, las comunidades, las iglesias… en fin, las vidas que aparentemente, por encima, se están muy bien, tienen buena pinta, excelentes argumentos, maravillosas bibliografías e ideologías pero no tienen fundamento, no tienen raíces, no tienen historia, ni tienen tradición. Sus pies son de barro y tarde o temprano se desploman y caen.
En nuestras sociedades postmodernas, light y líquidas es común dejarnos maravillar por la belleza de la cabeza de oro, por la fuerza de los brazos de plata, por la imponencia del vientre de bronce y por la dureza de las piernas de hierro. A casi nadie le preocupa que los pies sean de barro. Sólo cuando aparece la roca que golpea justo donde más duele y todo cae entonces es cuando ya demasiado tarde vienen los lamentos, las lágrimas y las decepciones. En ese momento se revela lo que siempre estuvo frente a nuestros ojos y no vimos: proyectos sin raíces no tienen futuro; los pies de barro no caminan lejos; si la tradición construida, comprobada y legitimada en el pasado es demasiado aventurado y riesgoso enfrentar el futuro; la belleza mediática y momentánea de los ídolos nos pide hoy, casi que nos exige, dar un salto al vacío con los ojos vendados. Y eso es demasiado peligroso.
Todavía son pocos los que hoy se pregunta por lo que viene después cuando una mañana despertemos y veamos frente a nuestros ojos el montón de escombro compuesto por todo aquello que pensamos que habíamos construido; la pregunta es también por quién va a responder por el trabajo hecho, por el esfuerzo perdido, por las esperanzas gastadas y las expectativas no cumplidas; la cuestión es sobre todo por quién va a consolar los corazones heridos y resentidos cuando el desplome certifique los fracasos; el dilema es saber si después de todo, cuando el ídolo esté herido y caído alguien tendrá todavía fuerzas para recomenzar, para poder reconstruir más allá de la pena del dolor y del olvido.