De acuerdo con el informe de 2018 de Naciones Unidas sobre acceso al agua en el mundo, en la última década hubo 263 confrontaciones por este recurso en el planeta. El triple que entre 2000 y 2009.
La cifra puede seguir aumentando si se mantiene la demanda hídrica actual, 1 % más alta cada año, que para 2050 pondrá al 52 % de la humanidad en un escenario de escasez de agua.
Compartir una cuenca en una frontera o el cauce de un río que pasa por dos países adquirirá otro significado. De acuerdo con el reporte mundial del Global International Waters Assessment, hasta 2006 existían 263 cuencas de agua transfronterizas; es decir, el 60 % del agua del mundo está en medio de dos Estados.
¿Qué sucederá cuando aguas arriba se decida la construcción de una represa para la generación de energía que desabastecerá pueblos de otro país aguas abajo?
De acuerdo con una investigación del año pasado del Centro Común de Investigación de la Comisión Europea (JRC), dirigida por Fabio Farnosi, las tensiones políticas del futuro seguirán los cauces de ríos que crucen o dividan fronteras, como el Nilo, que pasa por diez países; el Ganges, entre India Bangladesh; y el Colorado, que comparten Estados Unidos y México.
Se trata de zonas, además, en las que se prevé que habrá un drástico aumento de la población y la temperatura y en las que cada vez lloverá menos.
Pero la abundancia de agua, como en el caso de Suramérica, no excluye a sus países de la posibilidad de conflictos. Desde 2006, la investigación de la profesora Carmen Maganda sobre acuíferos transfronterizos en esta parte del continente advirtió de la necesidad de tratados de cooperación entre los países de la región para gestionar este recurso al que, incluso tras su declaración como Derecho Humano en 2010, aún se le puede poner precio.
“El agua, tan imprescindible para la vida, es también una forma de control. Una herramienta para controlar a una población por su necesidad”, explica María Botero, miembro del grupo de investigación Territorio de la Universidad de La Sabana.
Esto ya pasó en Bolivia. Entre enero y abril del 2000 se libró un conflicto que aún es recordado como la Guerra del Agua, cuando ante el aumento de hasta el 300 % de las tarifas en la ciudad de Cochabamba, los ciudadanos decidieron dejar de pagar y recoger aguas lluvias.
El consorcio Aguas del Tunari intentó prohibir en el Congreso este tipo de abastecimientos y la respuesta fue una batalla abierta entre civiles, liderados entre otros por el entonces congresista Evo Morales –hoy presidente–, y las fuerzas estatales.
Estas, amparadas por el estado de sitio, dispararon durante tres meses gases lacrimógenos contra los manifestantes y, al final, una bala que impactó en el cuello de Víctor Hugo Daza, un joven de 16 años.
Su muerte generó tanta presión al gobierno que se vio obligado a reversar las medidas y expulsar a la multinacional. La victoria, sin embargo, se sintió como el primer asalto de un conflicto del futuro, que comienza a librarse en países como Nigeria, donde las comunidades se enfrentan a muerte bajo el mismo grito que los campesinos de Cochabamba: “El agua es nuestra, carajo”.










